Cuando tenía ocho años, mi sueño era ser brasileño. 1989 fue el año de la Lambada y de los preparativos del Mundial de Italia 90, el primero que seguí con algún discernimiento.
Durante el día, mientras jugaba al fútbol en el colegio, imaginaba que yo era Antonio Careca metiendo goles. En las noches, en cambio, me convertía en el negrito que bailaba lambada con la muchachita rubia del video del grupo Kaoma.
En mis años de universidad, aquel sentimiento persistió. Si América Latina era y es un territorio exótico a los ojos de Europa, Brasil lo era por partida doble. Resultaba exótico para nosotros mismos. Entendiendo por nosotros a los países americanos de habla hispana.
Brasil era un gigante saltarín que no nos necesitaba. Una especie de dios juguetón, como el personaje de El hombre que fue jueves, de G.K. Chesterton. Uno que nos intimidaba y fascinaba a partes iguales por su superioridad y sempiterna alegría.
Recuerdo aquellas magníficas clases sobre literatura brasileña, en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, con el profesor Jorge Romero, donde nos explicaba sus particularidades.
Por ejemplo, que Brasil hiciera la transición de colonia portuguesa a república moderna sin necesidad de una guerra de independencia. O que ellos sí hubieran podido concretar aquel sueño liberal del siglo XIX, el de la federación, que fracasó de forma tan estrepitosa en otros países que lo intentaron, como Venezuela y Argentina.
O, el súmmum de la excentricidad, la historia de la construcción de su capital, Brasilia, en mitad del desierto.
Aunque se construyó en la segunda mitad de la década de los 50, la idea que subyacía a su emplazamiento era muy anterior. Desde el siglo XVIII se había planteado la necesidad de trasladar la capital política y administrativa del país lejos de los núcleos comerciales como Salvador y Río. No sólo para insertar un bastión de civilización y modernidad en un medio agreste, sino para desvincular la administración del poder de los siempre peligrosos centros económicos y poblacionales de la costa.
Como nos dijo el profesor Romero, si es que no estoy falseando en mi memoria sus palabras, si alguien en Brasil quería dar un golpe de Estado, primero iba a tener que peregrinar hasta aquel punto en medio de la nada para siquiera intentarlo.
Al menos, ese era el razonamiento.
Y eso es lo que sucedió este domingo, cuando una masa enorme de manifestantes que apoyan al expresidente Jair Bolsonaro llegó hasta la capital para asaltar el palacio de Planalto, el Congreso y la sede de la Corte Suprema.
En resumen, un intento de golpe de Estado que de alguna manera ya había sido previsto desde los primeros esbozos de la ciudad y que fue sofocado rápidamente, sin ninguna víctima fatal que lamentar. De modo que hasta para sus rupturas y sus recuperaciones constitucionales, Brasil es un modelo de ordem e progresso.
La prensa mundial, y por supuesto la española, no dejaron de reseñar la noticia con profundísima preocupación. La crisis, una vez superada, le viene como anillo al dedo al carismático Lula da Silva para gobernar con mano dura, a su antojo y con el apoyo de la comunidad internacional.
Es de notar que ese mismo día, durante el breve asedio en Brasilia, en la región de Puno, en Perú, 17 manifestantes murieron asesinados en enfrentamientos con la policía.
Esto sucedió en el marco de las protestas continuas que dejó el frustrado intento de autogolpe de Pedro Castillo, el mes pasado. Desde entonces, casi medio centenar de peruanos han perdido la vida en esas protestas.
En España, esos muertos no importan. Es entonces cuando me digo, con un suspiro infantil, qué no hubieran dado los peruanos, los venezolanos, los cubanos y los nicaragüenses por haber sido brasileños.