Si usted realiza una actividad profesional y se ha dado de alta en el Impuesto de Actividades Económicas, es probable que esté inscrito bajo un epígrafe cuya descripción se corresponde con la profesión que efectivamente ejerce.
Sin embargo, no vaya a creer, ni crean el resto de lectores, que esto es de cajón. Los que escribimos literatura estamos inscritos como ceramistas.
Lo estamos los que nos dimos de alta hace varias décadas. Y lo está también el que se dio de alta la semana pasada. Porque en todo este tiempo la Agencia Tributaria, el Ministerio y en fin el Gobierno, de todos los colores que se han sucedido en el palacio de la Moncloa a lo largo de los años, no han juzgado necesario constatar que la escritura puede ser una profesión. Ni aunque produzca rendimientos que inexorablemente grava el IRPF.
Es sin duda un síntoma de la consideración que la cultura, las profesiones culturales y quienes las desempeñan merecen de veras a nuestra sociedad y a quienes la dirigen. Como más vale hacer de la necesidad virtud y del infortunio festejo, los que nos vemos obligados a girar como ceramistas, aunque no metamos las manos en el noble barro que trabajan esos dignos artesanos, nos confortamos pensando que es una metáfora. Nuestro barro son las palabras y con ellas hemos de hacer bellos cuencos.
Otro síntoma del poco aprecio que la profesión cultural y sus frutos han venido mereciendo en esta piel de toro. Para cobrar la pensión de jubilación entera, y no demediada, el autor debía renunciar no sólo a la creación —retribuida: siempre le quedaba la opción de regalar su trabajo— sino a cobrar por eventuales derechos de propiedad intelectual derivados de su obra anterior un importe que superara el salario mínimo.
Hablando en plata. De esa propiedad, adquirida de manera legítima y con el sudor de su frente, no podía recibir las rentas íntegras, so pena de perder la pensión y salvo que renunciara a una parte de ella. Mientras tanto, quien dedicó sus esfuerzos, pongamos por caso, a adquirir pisos u otro tipo de bien, podía disfrutar de todas sus rentas, sin límite de importe, al tiempo que percibía la pensión íntegra sin ningún impedimento.
Cuando uno ha cotizado a la Seguridad Social durante años —el que suscribe, 33 para 34, varios de ellos con doble cotización— y se ve privado, por culpa de esa etérea propiedad que ha logrado generar, de la pensión que propietarios más opulentos perciben sin objeción, se le queda cara de bobo. O de ceramista.
Esta semana el Gobierno ha aprobado un Real Decreto que deshace por fin el entuerto, y aun va algo más allá. El autor no sólo podrá compatibilizar los derechos percibidos por sus obras pasadas con la jubilación. Podrá incluso seguir creando y percibiendo los derechos que la nueva obra genere sin perder la pensión que haya devengado ni verla reducida por ese motivo. Igualmente podrá dar una conferencia, o dejarse invitar a un seminario, o a una presentación, sin tener que hacerlo gratis.
A lo mejor hay quien piensa ahora que la reforma, llevada hasta este punto, nos otorga a los ceramistas de la pluma una suerte de privilegio. También antes de ella había quien decía que los derechos de autor eran seguir cobrando sin trabajar por un trabajo ya hecho. Y por eso veía bien la penalización, aunque no la reclamara para otros propietarios y rentistas pensionados.
Frente a esos argumentos, y sin fe en que se compartan mis razones, me permito recordar que la creación cultural, aparte de su valor social —que cabe discutir, pero alguno tiene—, en su dimensión económica y patrimonial presenta rasgos peculiares. Su destino es ser de todos, y para no pocos usos —educativos, por ejemplo— desde el inicio y sin esperar a que muera el autor. Algún sentido tiene, en fin, aliviar el castigo a los ceramistas.