En busca del anticiclón, que siempre nos llega de las Azores, viajé al archipiélago advertido de que mi destino me obligaría a ralentizar mi voracidad informativa. La Fiesta del Chivo, editado en 2002, fue el libro elegido para acompañarme, en solidaridad con la pichula de Mario.
La prosa del Nobel sobre la maldad de Rafael Leónidas Trujillo, el terrible dictador dominicano que protagoniza el libro, se vio ensombrecida por un accidente: el encuentro, casi casual, del mejor jardín privado europeo descubierto por un “cazador de jardines” como yo. O al menos el mejor jardín atlántico, con todos mis respetos a los venerados Kew Gardens londinenses.
El Terra Nostra Garden de la isla de San Miguel, en Furnas, me sobrecogió hace unos días. Empezar un nuevo año respirando lento para sentir la humedad, escuchando las hojas crujir bajo tus botas, y el trino de petirrojos y mirlos, entre nieblas que te bañan y el olor de aguas volcánicas sulfurosas, es de agradecer. Y quizá porque la fantástica novela de Vargas Llosa también caminaba conmigo, imaginé que el Hotel Terra Nostra Garden, construido dentro del propio parque, habría de ser un excelente retiro para que el Nobel refugiase su soledad amorosa.
El biólogo Luis Mendonça de Carvalho, autor de As Plantas e os Portugueses (Fundação Francisco Manuel dos Santos), es también el autor del libro Terra Nostra Garden (208 págs.) en el que narra la historia y las vicisitudes de este jardín atlántico con 241 años de vida. El proyecto nace con la llegada a San Miguel, la mayor (744 km2, poco más grande que Menorca) de las nueve islas de Azores, en 1782 de Thomas Hickling.
El bostoniano se instaló en la isla y descubrió las posibilidades del comercio de naranjas, cuyo cultivo era propicio en el clima húmedo y de temperaturas moderadas. La exportación de naranjas, sobre todo al Reino Unido, que empezó a considerarlas un lujo accesible en las fiestas, especialmente en Navidades, hizo del emigrante un nuevo rico. Fue entonces cuando adquirió el terreno en la población de Furnas (1541 habitantes). En medio del jardín, atravesado por un río, y con manantiales volcánicos de aguas ferrosas, el exportador de cítricos construyó una casa de verano, que remodelada aun sigue en pie y en la que puede uno alojarse, y a la que llamó Yankee Hall.
52 años después, y once tras la muerte del americano, Duarte Borges da Câmara de Medeiros, vizconde de Praia, adquiere los terrenos. Le respalda su empresa, Bensaude Group, que aún hoy es propietaria del jardín, venerada responsable de su conservación y una de las empresas portuguesas más importantes. “Nuestra historia viene del Mar, desde 1820, y nació con el proyecto de exportar productos al Reino Unido”, explica la página web corporativa de los propietarios de Terra Nostra Garden. La familia en tres generaciones se compromete, mejora el jardín y entrega su dirección técnica en 1936 a un jardinero de los Kew Gardens, el escocés John McEnroy.
Desde 1991 la mano que mece el jardín es la de Fernando Costa que tiene en su currículum haber consolidado la colección de Gardenias (Gardenia jasminoides Ellis), la más espectacular de Europa, con más de 700 variedades, la colección de Cicas (Cycas revoluta), el jardín de bambúes (Bambusa tuldoides) y el de bromelias (Bromeliaceae).
Los argumentos botánicos que hacen del Terra Nostra Garden el mejor jardín de Europa de origen atlántico son abrumadores, pero lo que debe impulsar al viajero a conocerlo es mucho más terrenal. La densidad de su flora, el aparente estado de libertad de decenas de especies en convivencia, las flores por doquier aún en invierno, el musgo amenazante de las veredas, los líquenes compañeros de plátanos y magnolias, la espectacular presencia de los helechos arbóreos que parecen crecer con la facilidad de una mata de campo, las ranas en la noche en los estanques, las azaleas y los rododendros, los patos navegando felices, las ánforas de hierro presumiendo de óxido, los robles (Quercus phellos) que lo vigilan todo, el verdín de los bancos de piedra y el rey de todo el jardín: el musgo, que pide a gritos que salgan ya los elfos, los enanos y las salamandras.
Para reponerse recomiendo detenerse bajo el techado del mirador de Gazebo, con su pequeño repechón de piedra volcánica -el negro del basalto en contraste con el verdor del jardín es uno de sus grandes atractivos-.
No basta con un paseo para que Terra Nostra Garden te acepte. No basta con visitarlo en una de las estaciones, aunque yo solo lo he podido ver en el amable invierno atlántico.
Tras la caminata es obligado zambullirse en The Tank, la piscina ovalada que a los pies de la casa original ofrece al visitante un baño de agua ocre por el hierro que la baña, a 40 grados constantes. El baño diurno es un espectáculo de color y placer para la piel. El baño nocturno, tuve la ocasión de bañarme en la noche bajo un pequeño chaparrón de chirimiri, roza, con sus fumarolas, las ventiscas y la casa iluminada sobre el promontorio, la mejor atracción de terror que ni el mismísimo Stephen King a sus 75 años podría imaginar.
Con la piel oliendo a viga oxidada y la sensibilidad blandita por el paseo, toca un cocido de las Azores, cocinado bajo tierra, con el calor del volcán. No en tres vuelcos sino en uno, y un vino del Douro, que los de la isla de Pico son más flojitos, con su potente uva Touriga Nacional, un S. Bernardo 2011. Y listo para disfrutar de este 2023 en el que ya he aprendido por qué el anticiclón siempre viene de las Azores, para saludar al jardín Terra Nostra Garden.