Hay una escena en Cristo y Rey en la que Bárbara ríe desnuda en la cama, como un cascabelillo, después de follar con Juan Carlos, el emérito entonces en activo -y tan en activo-. No es que hubiese sucedido nada especialmente gracioso. Era la risa de una mujer que quiere tontear, que quiere ser acariciada, que quiere algo más exigente aún: ser escuchada. Era la risa de una mujer que busca retener al hombre que ama un rato más tumbado junto a ella.
Es la risa de una mujer que se sabe vedette hasta después del curro: aquí también tiene que entretener al público para que no se vaya, y a veces ese público es un solo varón, y a veces ese varón es un monarca, y a veces el escenario es un colchón. Es la risa de una mujer que lucha por no sentirse usada, por existir después del orgasmo.
Era verdad lo que dijeron los franceses: tal vez el orgasmo sea una pequeña muerte. Lo que no explicaron es que quien aparece muerta después del clímax es la mujer linda con la que se acuestan los hombres poderosos. Ellos eyaculan y automáticamente ellas se vuelven fantasmagóricas: se desdibujan, desaparecen. No corren ríos de sangre, sino de semen, pero igual se escribe un crimen. Ellos regresan a la vida cerebral, ellas dejan de resultar interesantes. Ya han cumplido su misión.
La belleza es algo que se gasta follando. Una mujer nunca es más deseable para un hombre que cuando aún no la tiene.
(Yo diría que para nosotras es al revés: las mujeres empezamos a ver guapos a los hombres cuando los amamos. O mejor: porque les amamos).
“¿Sabes qué día es hoy?”, le lanza Bárbara a Juan Carlos tomando prestado el cuerpo de una genial Belén Cuesta, medio ronroneando. Y le acaricia la nariz con un dedo. Se iba a referir a su cumpleaños, pero él no la deja ni responder su pregunta retórica. “Ahora no puedo, Bárbara”, dice, levantándose, como si tuviera que ir a trabajar -cuando todos sabemos que eso no lo ha hecho en la vida-.
Él hace una llamada un poco por hacer algo, típica llamada postcoital que equivale a darse una ducha: un gesto para separar las cosas, los roles, los estadios de la vida; un marcapáginas para diferenciar nuestros dos grandes ‘yo’ -los que éramos antes de corrernos y los que somos después-.
El tiempo que uno se queda en la cama mamoneando después del sexo bien podría ser directamente proporcional al estatus sentimental que pensamos darle a la persona con la que nos hemos acostado. Y en esa España machista, hipócrita y encapsuladora de 1970, para una chica que acababa de tener sexo con un tipo sólo había dos cosas que ser: la esposa o la puta.
Aquí Bárbara entiende algo: su destino, su maldición de por vida. Aquí Bárbara empieza a vestirse y se va, en silencio, mientras Juan Carlos charla de cachondeo con su amigo Adolfo Suárez -uno ve esta gestión de las cosas y no se explica que al final conquistásemos la democracia-.
El de Bárbara fue el castigo perverso de las grandes mujeres sensuales: su erotismo extraterrestre taponó su humanidad. Todos la aullaban pero nadie la quería. Se resume en el mohín de su boca: ahí Bárbara en una corrida de toros en Las Ventas -donde se reunía lo más granado del momento-, con las cámaras grabándola, chula y sola, en mitad del tendido, mientras en el palco sonreía Juan Carlos con su esposa, Sofía, y en la arena Paquirri -otro de sus amantes- amenazaba con tirarle un clavel… que caía en manos de su mujer, Carmina Ordóñez.
Una no entiende para qué sirve el amor si no puede ser contado.
Una cree que quiere que la deseen, pero en realidad sólo quiere que la quieran.
Una no sabe qué convierte a una mujer en una de esas mujeres a las que nadie llama al día siguiente.
“No me quieren”, decía Bárbara a su amiga Chelo García Cortés, llorando y llorando. Y así se llama el capítulo: “No me quieren”. Me recordó a algo que Arthur Miller escribió sobre Marilyn: “Para haber sobrevivido, ella tendría que haber sido mucho más cínica o haber estado mucho más lejos de la realidad de lo que estaba. Pero no, ella era una poeta en una esquina tratando de recitar entre una multitud que le arrancaba la ropa”.
A nadie le interesaba la poesía de Marilyn igual que a nadie le ha interesado hasta hoy la sentimentalidad de Bárbara. Es una mierda.
Una no sabe si elige de verdad a alguien o acaba yéndose con el primero que la elige. Creo que Bárbara tampoco, por eso se fue con Ángel Cristo.
Ahora lleva trece años sola, dice, y feliz. El teléfono sigue sin sonar -ya no se le espera-. Ni siquiera para trasladar la amenaza de ningún hombre poderoso que quiera obligarla a mantener silencio y a no remover el pasado: “No se atreven. Ya me conocen. Es mejor que no me llamen”, sonríe Bárbara.
A las mujeres a las que nadie llama al día siguiente -ni en cincuenta años- les quedan algunas joyas en el cajón, lencería amarillenta y unas memorias audiovisuales para hacer justicia poética y reivindicar el propio nombre frente a los canallas que las prefirieron anónimas. Eso es mejor que coger el teléfono. Es como derribarle el porterillo de casa al mismísmo rey de España y gritarle un par de cositas. Por ejemplo: "¿Sabes qué día es hoy?".