Han sido meses de mucha conmemoración por el 40 aniversario de la victoria del PSOE en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982. El cumpleaños redondo ha dejado libros cuyo poso irá más allá de la “percha” temporal que impulsó su publicación.
Pero me temo que el fenómeno no se va a repetir con la efeméride de la (otra) gran consecuencia política de aquellos comicios: la disolución de Unión de Centro Democrático (UCD).
Saldremos de dudas muy pronto. El 18 de febrero se cumplirán cuatro décadas desde que su consejo político, presidido por Landelino Lavilla, optó por esta solución drástica.
El País razonaba al día siguiente:
"La explicación de esta caída quizá radique en que UCD nació y creció a la sombra del poder; perdido éste, apenas ha logrado mantenerse en pie unas semanas. El 28 de octubre pasado, UCD, a pesar de todo, tuvo más de millón y medio de votos; pero a sus desconcertados líderes les ha faltado valor para enfrentarse a una travesía del desierto".
El suicidio del partido dejó a la intemperie a miles de alcaldes y concejales elegidos en las municipales de 1979, a los que se les echaba encima la posibilidad de la reelección en cuestión de pocos meses. Y dio pie al que quizá sea el grupo parlamentario más pintoresco de los que se han paseado por el Congreso en el presente periodo democrático. El que formaban los electos de UCD que no se pasaron a ningún otro partido.
¡Diputados libres de siglas! Estaban liderados por Leopoldo Calvo-Sotelo, que sólo pudo entrar en la cámara gracias a la renuncia de Lavilla. (UCD obtuvo un único escaño en la circunscripción de Madrid, territorio en el que se vio superada hasta por el nuevo Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez). El expresidente de Ribadeo dice en sus memorias que fue en esa legislatura peculiar en la que pronunció sus mejores discursos como parlamentario.
Quizá, sin esta disolución, UCD nunca habría adquirido su condición mítica. De partido –en un primer momento coalición- surgido para cumplir una misión histórica e irse por donde había venido. Como Mary Poppins pero sin otros niños que la necesiten aguardando como siguiente destino.
Las lecturas sobre el devenir de la criatura política que dirigió la Transición parecen concluir que no tenía otra salida que la extinción. Se comprende en parte, sobre todo por la magnitud de su costalazo el 28-O. Del Gobierno a tercera fuerza, de 168 diputados a 11, de casi el 35 % de los sufragios a menos del 7%, de más de seis millones de votos a millón y medio. (Es curioso cómo el resultado de UCD en el 82 es casi una fotocopia del de Ciudadanos en noviembre de 2019).
Pero para alguien nacido diez meses después, este harakiri está lleno de interrogantes. De él florece un gran “¿qué hubiera pasado si?”.
Tiende a chirriar la cortedad de miras del centroderecha. ¿De verdad era buena idea convertir a la minoritaria Alianza Popular en su partido-alfa? Por más que, desde la aprobación de la Constitución, UCD empezara a fallar como maquinaria tanto dentro del Ejecutivo como, sobre todo, en su vida orgánica de partido, no debía ser tan difícil de ver que su labor durante aquellos años fundacionales tendería a ganar prestigio con el paso del tiempo. (Quizá este prestigio sea también hijo de la desaparición).
[Opinión: El centro, ese permanente objeto de deseo]
El escenario político de entonces, con UCD y PSOE como grandes partidos con opciones de Gobierno, flanqueados en los extremos por AP y el Partido Comunista, parecería más razonable que las mutaciones que hemos conocido después. ¿Habría sido tan larga la travesía del desierto de Fraga y Aznar si ambos no hubieran tenido que luchar contra la sombra de aquella apuesta inicial que llegó a incluir a Arias Navarro y que se partió en dos ante el texto constitucional?
La muerte de UCD no supuso el fin del centro político español. Ese fue el caso del CDS, que llegó a conocer cierta pujanza a mediados de los ochenta. Pero fue otro cometa deslumbrante.
El reciente cambio en la imagen corporativa de Ciudadanos ha disparado los chascarrillos. La combinación blanco/verde/naranja evoca al primer partido que gobernó la España contemporánea. Pero la formación ha elegido esta asimilación en un momento que huele a 1983, no a 1977.
"Ha habido muchos en este partido que cuando podían obtener cargos bien que han estado, y después, en la adversidad, se han marchado de manera oportunista a otros partidos o simplemente se han desentendido, negándose a contribuir económicamente o en cualquier otra forma", dijo Íñigo Cavero a los periodistas durante la rueda de prensa fúnebre de aquel febrero. No hemos inventado nada.