Siempre me gustó la palabra "coalición". Por su mero significado, no representa nada. Es una palabra berenjena. Depende del relleno. "Roma", por ejemplo, también me gusta. Pero ella ya lo tiene todo. Evoca un coliseo, un atardecer naranja, las tabernas del Trastevere.
La "coalición", en cambio, puede saber muy rica o indigestarse. Lo que más me repatea de la nuestra, la egregia coalición de las Españas, es que ni siquiera merece llamarse como tal.
Don Fernando Lázaro Carreter estaría muy cabreado. No con la malversación, la sedición o el sólo sí es sí, sino con la semántica. De todas las mentiras pronunciadas por Pedro Sánchez esta legislatura, la más dolorosa para el diccionario es la de la "coalición".
Porque coalición significa "unión transitoria de personas, grupos políticos o países con un interés determinado". Aquí se cumple lo del interés, creo, pero no ha habido "unión" ni la hará. Creo que, por lo que escuchamos estos días en radios y televisiones, no está esto lo suficientemente claro. Vamos a ello.
El pacto que rubricaron Sánchez e Iglesias impide a cada uno tomar decisiones sobre la parcela del otro. Sánchez es presidente de los ministros del PSOE. Y ahora Belarra, de los de Podemos.
Es decir, dimite Máximo Huerta, Ferraz saca la varita. Dimite Carmen Montón, más de lo mismo. Pero, ¡ay con Castells! Ahí Sánchez ni siquiera opinó. Todavía peor. ¡Belarra tampoco! Lo eligió la cuota catalana.
Y si se largara Alberto Garzón, decidiría el relevo Izquierda Unida.
Piénsenlo. Es un jodido delirio. Pónganse en el lugar de Sánchez. ¡No sabe con quién narices le puede tocar gobernar el país! Algunos, con cierta razón, dirán: "Sí, pactó con Podemos y ahora asume las consecuencias". Sólo en parte. Porque en Podemos, como en cualquier sitio, hay cuerdos y chalados.
Todo esto está escrito. Son las tablas de la ley monclovita actual. Funciona así y no tiene vuelta de hoja. De ahí que Sánchez se vea obligado a mantener a Irene Montero. Es cierto que la ley, en calidad de presidente, le permite cesarla. Pero, acto seguido, a tenor del mencionado pacto escrito de "coalición", el Gobierno quedaría roto.
Muchos se preguntan estos días por la calle (y la ministra Llop lo sabe): "¿Tropecientas rebajas de condena a tropecientos agresores sexuales y Sánchez no cesa a Irene Montero?". La pregunta, y he aquí la cuestión, adolece de dos rasgos coalicionarios no asumidos todavía.
El primero, el ya mencionado. Sánchez no puede cesarla. Eso supondría adelantar las elecciones generales y todas las encuestas auguran su derrota. El segundo es el que revela la trampa en la que ha caído el presidente.
Sánchez, pese a no poder cargarse a ningún ministro de Podemos, continúa siendo el máximo responsable de todas las leyes que parten del Consejo de Ministros. En este caso, para más inri, ya hemos contado en EL ESPAÑOL que el entonces responsable de Justicia, Juan Carlos Campo, hizo un balance de posibles daños porque temía las consecuencias que ahora conocemos. Dio luz verde.
Pero pongamos que fuera verdad. Pongamos que, como pretenden transmitir los satélites de Moncloa, Sánchez se hubiera enterado por la prensa de lo sucedido. No importa. Es el presidente del Gobierno de la nación. Su palabra fue la última en aquel Consejo. Absolutamente todas las leyes que viajan desde ese salón hasta el Congreso son de su responsabilidad.
Toda esta columna, dirán ustedes, se aparece endeble, inundada de obviedades. Pero ¿por qué se pide entonces, con tanta profusión, la marcha de Irene Montero? Si abandona su puesto, se estará cometiendo una injusticia. Una injusticia, por otra parte, propia de los presidentes de nuestra democracia: quema a un ministro para no quemarte tú.
Pero no por ello debemos dejar de reseñarla. Irene Montero sólo tiene que marcharse si lo hace Sánchez.