Isabel Díaz Ayuso proclamó la semana pasada que "las ideologías son las culpables de la mayoría de los problemas que tenemos hoy en España". Sugiriendo, claro, que el programa político que ella encarna está exento de tan distorsionadora falsa conciencia.
Y, sin embargo, hay pocos ejemplos más canónicos de ideología stricto sensu que la narrativa que la presidencia madrileña ha cultivado durante los últimos años desde la Puerta del Sol, y que tantos réditos económicos y electorales le ha reportado.
El libro Soy de Madrid, un volumen ilustrado y editado con mimo por la Comunidad de Madrid que está circulando por las redacciones de los periódicos, es un documento de inestimable valor para reconstruir la ideología ayusista.
El discurso, repetido hasta la parodia por la presidenta y muy extendido entre los propios madrileños, viene a decir lo que sigue. La capital es una ciudad abierta, acogedora, cálida y hospitalaria. Madrid ofrece una reserva espiritual de la libertad en la asfixiante España del sanchismo-bolivarianismo totalitario. Y es el último reducto de la ciudadanía universal frente al etnicismo telúrico de los nacionalismos periféricos.
Como todo relato legendario, contiene algo de verdad, al tiempo que oscurece otras facetas de la realidad. Por ejemplo, resulta difícil negar que Madrid sea una ciudad vivaz, pintoresca, tolerante y llena de posibilidades tanto de recreo como de enriquecimiento cultural.
Pero la retahíla de clichés laudatorios sobre la ciudad en la que nadie es ni indígena ni foráneo ensombrece un conjunto de métricas que arrojan una imagen bastante diferente.
Por ejemplo, el hecho de que uno de cada tres habitantes del distrito Centro ha nacido fuera de España se glorifica como prueba de la multiculturalidad de la capital. Pero sirve para obviar que tal cosa refleja la integración de Madrid en un circuito global de mercadeo con la vivienda, con multimillonarios extranjeros a los que se pone una alfombra roja para que redefinan el paisaje urbano a su antojo.
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En la misma línea, la explotación del atractivo turístico de una ciudad que depende casi por completo del sector servicios ha redundado en una masificación gentrificadora cuya mayor expresión es la proliferación imparable de decenas de miles de pisos turísticos —con el consiguiente empuje al alza de los alquileres y del precio del metro cuadrado que, como es sabido, están disparados—.
Esta dinámica está recrudeciendo el efecto expulsión de las clases bajas residentes en una periferización que acaba afectando a un barrio tras otro. Y, también, condenando el comercio de proximidad, con las conexiones y el asentamiento vecinal que este propicia. La Villa y Corte se uniformiza con cualquier otra ciudad del mundo al poblarse de grandes superficies, establecimientos de lujo, casas de apuestas o gimnasios 24 horas.
Tampoco responde a la imagen de una ciudad "cálida" la intensificación de una soledad persistente y no deseada que tiene más incidencia en las grandes urbes como Madrid (donde hay más de 400.000 hogares unipersonales), al dificultar estas el establecimiento de relaciones afectivas.
El ayusismo-terracismo, con su exaltación del ocio ligado a la restauración, también olvida que el bullicio callejero no se corresponde sin más con la trabazón de lazos sociales. De la misma manera que la hiperconectividad de las redes sociales no implica hilvanar comunidades reales.
Amén de que los locales tradicionales (esas tascas y tabernas centenarias con barras de chapa y carteles de añejas ferias taurinas) palidecen frente a la homogeneidad que impone la multiplicación de kebabs, restaurantes indios, japoneses y mejicanos, franquicias de cafeterías y cadenas de comida rápida.
Y es que en la capital, frente a lo que canta la épica de la diversidad y la movilidad sin límites ni fronteras, puede decirse que hay más yuxtaposición o cohabitación que convivencia. Esta ciudad global, efectivamente, recibe "sin pedir pasaporte" a colonos de todo el mundo. Pero la pronunciada segregación urbana de Madrid hace que, en la mayoría de los casos, los distintos estratos sociales ni siquiera compartan los mismos espacios.
Al fin y al cabo, la Comunidad de Madrid está en el podio de las regiones europeas más desiguales. Y su capital es una de una de las más segregadas de Europa.
La diagonal del suroeste al noreste que fractura la región se ha hecho más pronunciada. Y la brecha entre los barrios obreros y los distritos financieros, con enormes diferencias de renta per cápita, permite casi hablar de ciudades distintas. Separadas, en algunos casos, por auténticos muros geográficos, con la consiguiente disparidad de oportunidades que este desequilibrio lleva aparejado. Y que contradice la versión española del American Dream promovido por la CAM, como una tierra en la que todo el mundo tiene ocasión de medrar.
Tampoco parece que haya mucho de "cercano" en una metrópoli donde el 90% de sus habitantes que usan el transporte público para ir a trabajar o a estudiar tarda más de 20 minutos en llegar a su destino. Los urbanistas saben que una de las mayores indicadores de calidad de vida es la transitabilidad a pie de las ciudades. Y Madrid, con su crecimiento incesante, se aleja cada vez más de un modelo urbanístico caminable que permita una apropiación y una vivencia de la ciudad capaz de desarrollar un sentido de arraigo. Resulta chocante ver hoy imágenes de Madrid como las de las películas Del rosa al amarillo (Manuel Summers, 1963) o El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1965), con niños yendo solos al colegio y jugando despreocupadamente en la calle.
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Se podrían listar muchos más ejemplos que acreditan la creciente alienación ante la impersonalidad y la deshumanización de los residentes de una ciudad cada vez más difícil de habitar en sentido lato. Pero basta esta narración alternativa para cuestionar si el cosmopaletismo turbocapitalista madrileño es realmente deseable.
La presidenta está intentando competir en la liga de otras cities globales como Londres o Nueva York. Pero esta pretensión de reconvertir Madrid y sus alrededores en un prohibitivo centro comercial para guiris es, irónicamente, contradictoria con la propaganda institucional de la CAM.
Esos mismos rasgos folclóricos del casticismo chulapo capitalino, que Ayuso promociona con tanta donosura, son justamente los que su ideal urbanístico está progresivamente neutralizando.
Uno de los glosadores del citado libro sostenía que la capital es "una metrópoli global que conserva el alma de pueblo". Pero ¿qué acabará quedando de popular si se termina consumando el programa homogeneizante de hacer de Madrid el Miami de Europa?
El vídeo promocional de la CAM para el último FITUR, que tanta sorna ha generado, es un fiel espejo del ideario ayusista. Una megalópolis cuyo único límite es el cielo. Una que antepone la gratificación del turista a las necesidades de la vida vecinal. Que abraza (mistificándolo) un estilo de vida frenético regido por un trabajo sin horarios.
A la manera de Dámaso Alonso, digamos que Madrid es una ciudad de más de cinco millones de "cadáveres" (según las últimas estadísticas) que presume de ser hospitalaria cuando va camino de anular toda escala humana y compacta. Que se precia de ser acogedora cuando sus dirigentes alientan que se vuelva irreconocible para quienes la viven. Que alardea de su capacidad de absorción cuando restringe los espacios de proximidad, condición necesaria para integrar realmente al otro y convertir al extranjero en vecino. Que se vanagloria de su carácter abierto cuando prioriza los espacios de tránsito y de consumo, pero no de encuentro.
Una de las coletillas más frecuentes del ayusismo como ideología es la de que "en Madrid nadie te pregunta de dónde vienes". Pero bien pudiera ser porque en Madrid, sencillamente, es probable que nadie te pregunte un carajo.