Los Goya han tenido otro color. Literalmente. Este año, la estatuilla se nos ha presentado en una tonalidad chocolate. La gala en sí, en cambio, ha permanecido fiel al gris. Lo de Antonio Banderas en la ceremonia de la pandemia se ha demostrado un paréntesis. Los premios del cine español siguen siendo un engrudo de tres horas y veinte difícil de tragar para el común de los espectadores.
Justo es reconocer que no era fácil plantear un espectáculo así partiendo del fallecimiento de un nombre histórico de la cinematografía patria que estaba llamado a ser uno de los grandes protagonistas de la noche. Empezar por el Goya de Honor involuntariamente póstumo fue un acierto. Quizá el único.
Carmen Maura fue lo mejor de la gala. Su relato del rodaje de Ay Carmela resultó un soplo de autenticidad entre la hiperventilación. La viuda y dos de los hijos del director estuvieron en su papel. Eulalia Ramón fue la primera en mencionar las palabras “sanidad pública”. Serían muy repetidas en las intervenciones, incluida la ganadora a la mejor dirección de producción.
El gremio decidió hace décadas que estas ocasiones son para las reivindicaciones, jaleado por un sector de la prensa especializada. Así que de momento esa batalla está perdida. Jordi Évole se empeñó en certificar todos los temores que asolaron a un sector de la audiencia en cuanto le vio aparecer como presentador de uno de los premios. Fatiga la épica de saldo en los discursos. Pero no puedo poner la mano en el fuego por mí mismo si tuviese ocasión de denunciar las precariedades que me afectan profesionalmente.
Sobre el papel, la idea de Fernando Méndez-Leite era muy buena. Gestmusic gustará más o menos, pero es una productora de televisión. Por desgracia, su labor no ha aportado nada especial a la ceremonia, lastrada por los tradicionales problemas de ritmo y la realización caótica que ya es santo y seña de esta noche del año. De repente unos pies. Venga aquí un camarazo. Una mujer tropieza con la presentadora Clara Lago –discreta tanto ella como Antonio de la Torre- al ir a sentarse en su butaca. Imposible no pensar que se trata del inicio de algún gag previsto en el guion. Pero nada más lejos.
Hace ya muchos años que estas entregas de premios de cine se dejaron la cinefilia por el camino. Aquí y al otro lado del Atlántico. El in memoriam volvió a ser una interminable retahíla de fotos que imposibilitaba cualquier amago de justicia con los homenajeados. (Aunque la versión de Me cuesta tanto olvidarte era bonita). Si está asumido que las duraciones son siempre demasiado extensas… ¿por qué esa obsesión por trufar sus escaletas con contenidos absurdos?
Empezando por el número musical inicial. Una interpretación de Cantares a cargo de Manuel Carrasco, secundando en el escenario por algunos actores, que fue una oda al kitsch. El tributo a Saura incluyó a Natalia Lafourcade versionando Porque te vas –sí, es afirmación-. Siempre a los pies de José Luis Perales. El Alegría de vivir no se entendió. Tampoco el vídeo sobre películas LGTBI para dar paso al premio al mejor actor revelación. O la presencia de C. Tangana para entregar el galardón… a la mejor fotografía.
Que Lolita cantase Pena, penita, pena en pleno año del centenario de Lola Flores tenía algo más de razón de ser. Pero es que luego nos da la una de la mañana, para asombro de los países de nuestro entorno, personificados en el mejor actor, Denis Ménochet. Este año, “Jeanette” Binoche sí puso al público de pie. Tampoco es mala idea ese premio especial a una figura internacional. A no ser que se trate precisamente de aligerar los contenidos para conseguir, de una vez, un producto digerible.
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Irrita que a estas alturas se sigan apostando por las parejas para ir presentando las categorías. Por lo menos dio pie a que Elena Irureta le entregase una estatuilla achocolatada a su sobrino. Aquí se sucedieron las sorpresas más agradables, en forma de recuperaciones. Fue un placer volver a ver a María Luisa San José –uno de los rostros más bellos que jamás haya retratado el cine español- presentando el mejor cortometraje. También a Marta Fernández-Muro y a Fernando Esteso.
Por una vez, el discurso del presidente de la Academia se desmarcó del aire plomizo de todo lo demás.
Queda esperar que As Bestas despierte todavía más interés en el público. Ese es el propósito de los premios cinematográficos. Si no, todo queda en mera contemplación del ombligo de sus profesionales. Para eso tienen asociar la gala con un espectáculo digno de contemplarse. Seguro que un hombre del olfato de Méndez-Leite se pone desde ya a trabajar en ello. Y a ver si el año que viene todo tiene otro color.