Si yo fuera Pablo Iglesias haría todo lo posible por que Yolanda Díaz fracasara. Y procuraría que por nada del mundo Podemos se integrase en Sumar, sin que pareciera que yo soy el responsable, claro, y mientras reclamo la necesaria unidad de la izquierda.
En lo que de mí dependiera, intentaría que las elecciones de diciembre las ganara el PP. Y que tuviera que gobernar con Vox.
En ese momento me dejaría crecer de nuevo la coleta, porque estaría en el mejor de los escenarios para intentar -a la tercera va la vencida- ser presidente del Gobierno.
Los destellos de Pedro Sánchez han hecho olvidar que en 2016 todas las encuestas, incluidas la de El País y la del CIS que aún no manoseaba Tezanos, daban por seguro el sorpasso de Podemos al PSOE, y lo hacían incluso hasta una semana antes de las votaciones.
En el verano de 2018, con las elecciones del 2019 a la vista, sondeos como el de El País aunque no el del CIS que ya mangoneaba Tezanos, situaban a los socialistas como tercera fuerza, por detrás del PP y de Podemos.
Si yo fuera Pablo Iglesias pensaría que el PSOE es hoy un coloso con pies de barro. Porque una derrota en diciembre inauguraría el postsanchismo y el intento de reconstruir el partido en la oposición: guerras internas, revisionismo ideológico, búsqueda de un nuevo liderazgo después de un lustro de política de tierra quemada...
Yolanda Díaz, en el mejor de los casos tercera en las elecciones, muy probablemente cuarta, sería la cara del fracaso del proyecto Sumar. Gaspar Llamazares en rubia.
Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
Si yo fuera Pablo Iglesias recordaría que fui el primero en gritar "alerta antifascista", y achacaría a la presidencia timorata de Sánchez y a su condescendencia con los poderosos la llegada de la ultraderecha al Gobierno.
Haría entonces un llamamiento al movimiento feminista, a las organizaciones de trabajadores, a las plataformas de afectados por la hipoteca, al movimiento estudiantil, a los colectivos LGTBI y a las organizaciones de pensionistas para que salieran en defensa de las libertades, la justicia social y la democracia. Todos, todas y todes en contra de la instauración del postfranquismo.
Si yo fuera Pablo Iglesias estaría convencido de que se agitarían las calles en Cataluña una vez agotado el ciclo de las mesas y las cumbres bilaterales, y con Junqueras y Puigdemont dilucidando únicamente quién se queda con la hegemonía del independentismo.
Pero es previsible que esa convulsión recorriera otros puntos de España, particularmente cuando a Feijóo le tocase deshacer el tejido de ayudas y subvenciones que Sánchez ha ido urdiendo con el aliento de Podemos, y que ninguna economía puede permitirse mucho tiempo sin desembocar en la quiebra.
Entonces diría que "la patria es la gente, poder llevar a tus hijos pequeños a una escuela pública, garantizar a los enfermos la mejor medicación y que si tu abuelo está muy mayor habrá alguien siempre que le cuide".
Habrá llegado el momento de explotar la desesperación del pueblo. Ya veo las calles llenas: "¡El escudo social no se toca!", "Quitad vuestras sucias manos del Estado de bienestar", "La extrema derecha mata". A esas alturas, Aitor Esteban pintará poco más que Guitarte, el de Teruel Existe.
Ante la opinión pública plantearía la disyuntiva "o el fascismo o Podemos", y para terminar de aniquilar al PSOE le tendería la mano para invitarle a librar juntos esa batalla, también con ERC y Bildu, que son mis fieles compañeros, en contra de lo que ha creído Patxi López.
Y si yo fuera Pablo Iglesias, en una de mis cenas con Roures, acariciando la copa y sintiéndome presidente de la III República, recordaría aquellas palabras de la noche electoral del 26 de junio de 2016, pronunciadas tras la decepción por el resultado: "No nacimos para resistir, nacimos para ganar, nacimos para vencer. ¡Hasta la victoria, siempre!". Y le prometería para él solito el monopolio de la verdad.