He pensado muchas veces, a lo largo de esta semana, cómo enfocar esta columna. Hoy sigo sin encontrar un hilo que me haga sentir cómoda y crítica a la vez, compasiva y libre. No me da el estómago para ninguna de las cosas que acostumbran a aligerarme: el humor y la destrucción. Simultáneos, si es posible.
Hay temas ante los que es imposible frivolizar -ni vituperar- sin que se te queden marcados de vuelta en la cara como un balonazo caliente en el patio del colegio.
Picasso lo sabía, estos días ando leyendo sobre él: uno nunca pinta un retrato, siempre pinta un autorretrato. Todo lo que decimos de los demás nos dibuja elocuentemente a nosotros mismos. Todas nuestras palabras terminan convirtiéndose en un diario de nuestra propia vida, como un espejo feroz, aumentado, con luz blanca; maldita hemeroteca.
Claro que como feminista radical soy implacable contra la explotación de mujeres usadas -es crucial que este verbo resuene- como vientres de alquiler.
Claro que pienso que hay cosas que, por su naturaleza, no se pueden comprar ni vender, como el amor, la amistad, el sexo o la maternidad. Es fácil reconocer filosóficamente por qué: porque, en cuanto media el dinero, pasan a ser otra cosa. Se convierten -mejor, se pervierten- para siempre. Es como si el chantaje económico reventase su corazón, su concepto duro e irreductible.
Los compradores, tozudos, se niegan a aceptar esa mutación porque quieren el producto original, el genuino e inimitable, el natural, ignorando que se les escurre. Porque el amor comprado no es ya amor, ni la amistad comprada es ya amistad, ni el sexo comprado es ya sexo, ni la maternidad comprada es ya maternidad.
Entiéndanme: vender un órgano siempre será tráfico de órganos. Un órgano sólo puede donarse. ¿Por qué será que sólo se hace por amor -cuando nos importa todo- o cuando estamos muertos -cuando ya no nos importa nada-?
Claro que creo que los Estados que se llamen íntegros deben proteger al menos estas pocas cosas para protegernos, porque son los últimos reductos de nuestra dignidad renqueante en un mundo que nos mercantiliza hasta la náusea, que un día de estos nos saca las tripas o la lengua o los ojos y no habrá sorpresas porque para eso criamos cuervos. Un mundo atávico y violento, pura ley de la selva, que nos sigue dejando desamparados ante el fuerte, que ahora es el rico.
Claro que estoy dispuesta a sentarme con mis amigos gays -los que desean ser padres y coquetean con esta posibilidad- a hablarlo una y otra vez hasta el cansancio o la tristeza. Les preguntaré por qué no adoptan y convendremos que si este proceso fuera más ágil, igual nos estaríamos ahorrando esta discusión. Les preguntaré por qué no tienen ese hijo, por inseminación, con alguna amiga que quiera formar una familia. Alguna altruista habrá. ¿No?
Claro que me parece un desvarío que alguien -sea hombre o mujer- tenga un hijo con 68 años, como ha sido el caso de Ana Obregón.
Claro que me parece patológico que una madre que ha perdido a su hijo -es revelador que no exista en castellano una palabra para resumir este escenario devastador, terrorífico, anti natura- y que no ha superado el duelo, intente sustituirlo de esta manera tan delirante, performada en silla de ruedas a la salida de un hospital, disfrazándose de parturienta.
Claro que pienso que hablamos de salud mental cuando nos interesa y cuando no, vamos a machete. La medallita puede estar en cualquier lado. Tú, a lo que te venga mejor para la foto de buena persona.
Todo esto es cierto a la vez y se ha repetido mucho estos días. Por eso siento la necesidad de no poner el foco ahí, sino en la sonrojante misoginia que ha desatado esta noticia y que me ha puesto en alerta, sobre todo al ir detectando que muchas ratas se han apoyado en las consignas con las que casi todos estamos de acuerdo para destruir del todo a una mujer que ya estaba rota. La turba es miserable.
Ana Obregón no hubiese recibido este escarnio de haber sido un hombre. Cristiano Ronaldo, Kiko Hernández, Miguel Bosé, Ricky Martin, Javier Cámara, Miguel Poveda o Kike Sarasola no vivieron reacciones tan virulentas. ¿Por qué? ¿Era distinto el acto?
Tampoco se enjuicia con tanta dureza a los hombres que deciden tener hijos en la tercera edad. No: incluso quedan de "toretes", de machotes, de testosterónicos, como Papuchi -que fue padre a los 89 y falleció al año siguiente, con su pareja de nuevo embarazada de una niña que le nació póstumamente- o Sánchez Dragó, que estos días la pía en Twitter diciendo que su hijo pequeño tiene 10 años y él 86, y que fue "concebido a pelo, como se ha hecho toda la vida".
"Claro, pero el recipiente entiendo que no tiene 68 castañas, digo", le contestaba una rata. "Elemental, querido Watson. Si hubiese tenido la edad que usted indica, no habría hecho el amor con ella", asentía él, colocando a su pareja a la altura de una vasija. Otro sapo intervino: "Venga, Fernando, envía la receta para montar a pelo a los 76".
Montar a pelo. Para vomitar.
Entiendo que el hecho de que todos esos niños nacidos de hombres ancianos se críen sin padre no es un problema para nadie -nadie repara en esa carencia prevista y alegremente sorteada-, y sé bien por qué: porque saben que sus mujeres son mucho más jóvenes y ellas se encargarán de cuidarles y abastecerles, de llevar su educación y su futuro a sus espaldas. ¿Quién si no? Las chicas están para eso. ¿Ellos sabrían, ellos estarían dispuestos a hacer lo mismo?
Otro ejemplo: ¿qué ocurriría si una mujer -que ya ha sido madre- con una enfermedad terminal, sabiendo que le quedan, por decir, dos años de vida, decidiese tener un hijo con su pareja hombre durante ese tiempo? ¿Eso es ético o es egoísta? ¿Por qué la mirada es otra si ponemos de protagonista a un hombre enfermo? ¿Por qué entonces parece que "deja un hermoso legado a su esposa y al resto de su familia, un último acto de amor"?
No hace falta irse muy lejos: la sociedad ni siquiera tolera que las mujeres maduras salgan con hombres más jóvenes. Pregúntenle a Macron. No voy ni a plantear el escenario de que una de estas parejas tuvieran un hijo, porque sé bien que late la sensación de "pobre muchacho, podía haber disfrutado más de su juventud y libertad, pero claro, el reloj biológico de ella apretaba y tuvo que condenarse".
Me raspan estos raseros sexistas. Me enferman. Os huelo desde aquí.
Rechazo lo que ha hecho Ana, pero también rechazo lapidar a una mujer extremadamente frágil y afectada mentalmente por haber perdido prematuramente al amor de su vida, que era su hijo.
No conocemos ese dolor. Ojalá no nos suene, ni de oídas, nunca. No sabemos lo que es ir a la locura y volver, porque, ¿se vuelve?
Haríamos bien, alguna vez, en callarnos la bravuconada, y en no tirar esa piedra.