Pincha en hueso Ana Obregón cuando dice que "sólo acepta críticas de quien haya perdido un hijo". Porque junta en una sola frase dos tendencias contemporáneas fundamentales y tan difíciles de reconciliar como la democracia y el utilitarismo moral.
Por un lado, el ethos democrático que impide juzgar a los demás en nombre de la igualdad. ¿Quién soy yo para juzgar?
Por el otro, el principio moral utilitarista donde el sufrimiento funda el juicio moral. Sólo quien haya perdido un hijo podrá legítimamente juzgar, nos dice Obregón, porque sólo él podrá hacerlo en condiciones de igualdad. Y los demás, a callar.
Es, además, un buen recordatorio del peligro que para nuestra democracia y nuestras libertades suponen el sentimentalismo moral y la retórica igualitarista. Y de que ser más compasivos en el discurso no nos hace necesariamente mejores en nuestras relaciones.
Como nadie sabe lo que siente el toro, ni lo que piensa el pulpo, ni lo mucho que ha sufrido Ana Obregón, el único modo de encontrar un criterio ético común que rija nuestra relaciones con la abuela y con el toro y el pulpo es presuponer, como en Disney, que piensan y sufren igual que nosotros.
Esta ética tan compasiva es una ética que requiere, para evitar contradicciones, que todos pensemos y sintamos lo mismo. Y que tiende a tratar por lo tanto al excéntrico, al que queda fuera del sentir o el opinar mayoritario del momento, como alguien ya no sólo equivocado, sino moralmente defectuoso. Que se trate ahora y aquí de Obregón o de sus críticos ya sólo dependerá del día y las circunstancias de cada cual.
Así que ya es imposible saber si es peor que sea su nieta, su hija, o esa mezcla de las dos que antes era tragedia y que hoy se pretende, simplemente, una opción más. Algo curiosa, es cierto, pero una de tantas al fin y al cabo.
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En esta maternidad había algo incómodo, como una leve intuición de inmoralidad, también en el hecho de que Ana Obregón encontraste en esa niña un medio para olvidar o, más bien para aprender a sobrellevar, la muerte de su hijo. Es el viejo problema kantiano de usar al otro como medio y no tratarlo, en cambio, como un fin en sí mismo.
Y es un problema que resuelve al ser abuela y no madre si resulta que traer a esa niña al mundo era la última voluntad del fallecido y no, simplemente, el penúltimo intento de reconciliarse con el mundo de una madre que ha perdido a su hijo. Qué no haría una madre por su hijo. Es más, qué podría negarle una madre a su hijo.
Es una suerte y un regalo que los muertos nos dejen sus últimas voluntades. Lo es cuando sirven como excusa, pero también cuando sirven, simplemente, para ir burocratizando el dolor. Cuando nos dejan deberes y así sabemos, al menos, qué hacer con su ausencia.
Al lado de esto, de la obligación de elegir entre la madre y la justicia, todo lo demás es secundario.
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Que Obregón sea más rica y más vieja que la gestante, por ejemplo. Que sea más rica ya sólo incomoda a los de la lucha de clases y a todos esos reguladores reguleros, que, tratando de salvar de la explotación a las mujeres pobres, convertidas en sus pronósticos en las criadas del cuento, parecen muy dispuestos a legislar para que las pobres tengan menos derechos que las ricas. Porque eso es lo que implica, en realidad, esa cláusula consoladora que impediría que las mujeres por debajo de una cierta renta puedan gestar de forma subrogada.
Que sea casi vieja, a quienes parecen creer que la única vida digna de ser vivida es una vida ideal con padre y con madre jóvenes guapos, listos y prósperos que puedan ocuparse de las necesidades de sus retoños hasta que cumplan los 35. Pero es algo que debería preocupar algo menos a quienes crean sinceramente que la vida es un bien, y que es mucho mejor, por lo tanto, haber crecido bajo el cuidado y el amor de una vieja rica que, simplemente, no haber nacido.
Porque eso es lo que implica la prohibición de la gestación subrogada.