Quedan adultos en la sala. Son fáciles de reconocer porque llevan toga.
Vivimos unos tiempos en los que las decisiones personales de una ciudadana particular despiertan tertulias sumarísimas que dejan a McCarthy en ejemplo de tolerancia con el discrepante. Así que es de agradecer que los profesores entren en el aula de párvulos abandonada al griterío de sus alumnos.
En muchas ocasiones, los sucesos anecdóticos resultan más ilustrativos de un tiempo concreto que los acontecimientos de mucho mayor relieve. Lo sucedido en torno al colegio mayor Elías Ahuja es un buen ejemplo.
Hace seis meses la sociedad española se vio sacudida por una revelación: hay veinteañeros descerebrados capaces de gritar exabruptos horribles que ofenden cualquier concepción de respeto y buen gusto.
El sentido de la medida brilló por su ausencia desde el minuto uno. Todos los actores de la opinión pública se lanzaron al ruedo rompiéndose la camisa con más brío que un híbrido entre Hulk y Camarón. Fue la clase de espectáculo sobre el que Tom Wolfe pasó muchos años previniendo.
A estas alturas, ya casi podemos decir que estamos acostumbrados. Hipérbole y aspaviento. Arrastre del tema hacia los marcos mentales que convienen a cada fuerza política. Propósito nulo de debate constructivo. Retratos sociológicos con pretensiones sobre la base de prejuicios fundamentados en maneras de vestir.
La discusión pública española tiene poca capacidad para zanjar los temas por sí sola. De ahí que necesite el permanente auxilio de la administración de Justicia. Sorprende la persistencia después del largo historial de fracasos. No termina de aprenderse la lección: ser más o menos cretino difícilmente va a ser hecho punible.
Movimiento contra la Intolerancia, una organización con un pasado muy digno, decidió que el caso podía ser constitutivo de un delito de odio.
La Fiscalía ha determinado que no existe ni ese ni cualquier otro. Las expresiones proferidas por la ventana fueron "procaces", "soeces" y de "mal gusto", "irrespetuosas e insultantes para las mujeres" según las palabras textuales del decreto, firmado por el fiscal jefe de Madrid.
Habla, incluso, de "ataque a la dignidad individual o colectiva" de las chicas que fueron receptoras de la retahíla. Pero pide tener en cuenta el contexto, la ausencia de motivación discriminatoria concreta y de denuncia por parte de quién sí se podría haber sentido atacado. Deja las medidas a aquellas que, en el ámbito interno, tuviera a bien tomar el colegio mayor.
Dan ganas de sacar el champán. El simple sentido común no ha abandonado a uno de los poderes, que se alinea con la mayoría silenciosa que en octubre asistió atónita al espectáculo. No todo está perdido.
Pero el chaval se ha librado por los pelos. Si se hubiera desgañitado cinco días más tarde, se le podría haber aplicado la ley del sí es sí. Sus gritos descerebrados podían haber tenido consecuencias penales. Los de las togas, ya se sabe, se limitan a aplicar los textos legales que aprueban los políticos que les insultan.
El carpetazo ha tenido un eco escaso. No es sólo por la Semana Santa. Un hecho de hace seis meses parece material para Victoria Prego en este frenesí de fruslerías con el que entretener el patio.
Nuestra escena política y social necesita renovar el género del escaparate a velocidad de Zara. La atención se centrará en lo que quiera que toque esta semana. Aguantemos mientras podamos. En algún momento dejará de haber adultos en la habitación.