De todos los deportes se dice que se juega menos del boxeo, lo contaba Manuel Alcántara, pero tampoco se juega a la pasión y mucho menos al cine. Por eso Garci es José y lo veneramos como admiramos a John Ford, aunque él piense que es una herejía. Con Garci empezamos a entender el cine y que el celuloide era una cosa muy seria, casi de reclinatorio: como el rito tridentino o lograr que el CIS merezca la pena.
Confiesa Garci, en la intimidad que da un auditorio lleno de gente para homenajearle, ahora que se cumplen cuarenta años de su Oscar, que nunca ha dicho "acción". "Me permito otra vanidad, como Billy Wilder, que en los créditos aparezca dirigida por…".
Y lo que él no entiende es que todos los españoles estamos dirigidos por él. España entera está dirigida por él. Este país ya no será el de Alfredo Landa, por más que nos pese a muchos, y tendrá dudosos códigos de los que desconfiamos cada mañana, pero sigue pareciéndose a España. Que la gente entre a cualquier bar y no pida un Dry Martini… Ahí se jodió el Perú. Y España también.
Pero este país será el mismo, pese a Manuela Carmena y a José Luis Martinez Almeida mientras todos los que llegamos a Madrid seguimos mirando la Gran Vía como si la estuviera filmando Garci en El crack, llena de coches y de neones, igual que si fuese Hollywood, pero sin la necesidad de dárnosla de nada porque todos sabemos quiénes somos. Y si quisiéramos ser otra cosa, como mucho, querríamos ser Fernando Fernán Gómez, blasonado conde de Albrit.
Garci entiende que iba a tener razón Alfonso Guerra porque a España no la conoce ni la madre que la parió. ¿Dónde queda el Campo del Gas y los padres con los hijos de la mano? ¿Dónde queda Gijón? ¿Dónde la infancia? No queda nadie, apenas nada, "estamos sólo Enrique Herreros y yo".
De aquella España queda: la diligencia, un puñado de lealtades, un río bravo, dos forajidos solos ante el peligro, una manada de centauros, José Luis Garci, los que crecimos en el cine, uno de los nuestros, un puñado de balas, usted y yo.