Los hombres de izquierda -venga, la mayoría de hombres de izquierdas, que seguro que van a empezar a responderme con "not all men"-: esa especie a estudiar, ese submundo pendiente ante el que tan a menudo hemos hecho la vista gorda. Esta semana Yolanda Díaz ha dicho en voz alta lo que tantas, de alguna manera, intuimos desde siempre, muy especialmente desde que la última ola feminista irrumpió en España y vimos cómo los chavalitos biempensantes -ella los bautiza como "peñazo"- se ponían nerviosos porque les quitamos un rato el micro.
Siempre fueron unos chupacámaras. Siempre se salvaron por adelantado. Siempre nos empujaron hacia los márgenes de la foto. Siempre se agujerearon el pecho a base de medallas hasta el sonrojo. Nosotras contemplábamos el espectáculo y callábamos, porque a veces se llamaron amigos nuestros. Porque nos usaron un poco y nos dejamos: ir a nuestro lado les dio una pátina de respetabilidad, y éramos conscientes, pero tuvimos paciencia para dejarles estudiar un poco.
Porque, a diferencia de ellos, sabemos esperar al momento perfecto para atacar. Porque no nos puede el pronto. Porque huimos de la hembra -del animal hambriento y vengativo- y aspiramos a la mujer. Porque mantuvimos la vocación de diálogo. Porque nunca quisimos parecer buenas. Porque sólo queríamos ser libres.
El hombre de izquierdas medio es todo ego, es todo beligerancia: tiene en común con el de derechas que no acaba de considerarnos interlocutoras válidas de sus diatribas ideológicas. El hombre de izquierdas medio es más de izquierdas que tú, porque sí, yo qué sé, chica, porque es hombre, no luches contra molinos, tu insurgencia es wannabe. El hombre de izquierdas medio hizo la intentona de la óptica feminista durante un añito, y pronto acabó exhausto de mirar más allá de su propio falo: y tampoco hacía tanta sombra.
El hombre de izquierdas medio o no llega o se pasa: o te dice que sus colegas se han vuelto locas y se han olvidado del obrero con mono -sólo ellos madrugan y sudan Axe, nosotras nos levantamos a las doce y vivimos del cuento-; o bien tiende a la autoparodia y se pinta las uñas, habla en femenino genérico -qué vergüenza, qué descaro- y escribe libros sobre la masculinidad deconstruida o sobre la escasa presencia de las artistas en los museos, porque uno será aliado pero de eso también hay que hacer caja.
El hombre de izquierdas medio que se dice feminista me recuerda a los cantautores o a los poetas de mi tétrica y pueril juventud, recién llegada a Madrid: cómo la piaban en el Libertad 8 y en el viejo Bukowksi de Malasaña recitando pomposamente versos alcohólicos sobre el lunar de la espalda de no sé quién -qué más da quién, pero seguro que era menor-, lanzándote un par de consignas sospechosas -"mujer bella es la que lucha", "te quiero libre"- y a volar. Sensibilísmo, bohemio, comeorejas. Encontraron el truco: vendían revolución sexual a las chicas y amor libre para montarse su harén, el mismo harén de siempre, sólo que ahora legitimado por la modernidad, el progresismo y el ripio lúbrico. Repugnante.
El hombre de izquierdas medio ha jugado un poco a lo mismo, pero les veíamos venir desde Cuenca. La liberación de las mujeres -la económica, la cultural, la política, la laboral- se la trae al pairo, pero eso sí, lucha duro por nuestra liberación sexual. Por lo que sea, esa les viene bien. Piden libertad para nosotras para que tengamos OnlyFans, para que nos prostituyamos, para que hagamos porno -"respeten a nuestras compañeras las trabajadoras sexuales", jajá- , para que seamos sus azafatas y nos rociemos los pechos con champán cuando ganan sus trofeos, para que abortemos cuando presionan para no ponerse condón.
Algunos hombres de izquierdas han llegado incluso a excusar a sus amigos cuando nos acosan o nos violan o les ríen las gracias a sus compadres cuando dicen que sus exnovias están locas. Encima han perdido el humor. Bailan regular o nada. Cuando son tus novios te dicen que son de izquierdas para hacerte el regalo de cumpleaños más cutre que viste en tu vida. Son un peñazo, sí. Y nosotras seguiremos siendo un coñazo hasta que empiecen a escuchar de verdad.