Hay por ahí una cosa denominada Sociedad de Ciencias Aranzadi que ha acreditado como víctima de la violencia política a Xabier García Gaztelu, más conocido por su nombre de guerra, Txapote. Como no es el suyo originario, y como de un tiempo a esta parte el apodo se asocia a eslóganes rimados que aquí no se pretende secundar ni difundir, restituyámosle a los efectos de estas líneas el nombre y los apellidos que debe a su ascendencia y que lo identifican legalmente en los libros del Registro Civil.
A los jóvenes y olvidadizos habrá que recordarles que este mártir certificado por los científicos aranzidianos es entre otras cosas el autor material del tiro en la nuca que acabó con la vida de un hombre en ese momento indefenso, Miguel Ángel Blanco. También participó de forma directa en otras ejecuciones y como inspirador y comitente en unas cuantas más. Tras probársele la autoría en juicios contradictorios, con presunción de inocencia y derecho de defensa, resultó condenado a penas de prisión.
La manera en que las ha cumplido y las sigue cumpliendo, dentro de un sistema penitenciario que se encuentra entre los más benignos del mundo (tanto que no pocos europeos que pueden optar por pagar sus crímenes las cárceles de sus países de origen prefieren quedarse aquí), vendría a ser el fundamento de su victimización, ahora ya científicamente acreditada.
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No es ocioso precisar que, pese a estar implicado en tantas muertes, García Gaztelu saldrá de prisión con bastante tiempo por delante para rehacer su vida, a nada que esta dure los años que corresponden a la expectativa de los varones de su tiempo y lugar. No puede decir lo mismo su compañero Mikel Kabikoitz Carrera Sarobe, alias Ata, sentenciado a cadena perpetua por un solo crimen, que tuvo la mala idea de cometer en Francia.
A la vista de lo anterior, el primer comentario que le surge a uno es que la autodenominada Sociedad Científica Aranzadi se sujeta en sus diagnósticos al método científico aproximadamente lo mismo que puedan hacerlo Aramis Fuster o Rappel para sus predicciones, Miguel Bosé para sus asertos epidemiológicos o cualquier terraplanista para negar la esfericidad de la Tierra.
Pero esto, como ya sabe el inteligente lector, es lo de menos. Lo importante es que la certificante en cuestión, ya se trate de una entidad que invoca la ciencia con nombre rimbombante o de un brujo cuya autoridad provenga de un curso de brujería por correspondencia, les diga a quienes pagan lo que quieren oír, por descabellado y estrafalario que resulte, y especialmente cuando sea necesario renunciar a toda lógica (o sin más, invertirla) para que quede demostrado lo que se pretendía demostrar.
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Tampoco debe alarmarnos que quienes observan el mundo desde el fanatismo que impide ver la más mínima tacha en los actos de los correligionarios, mientras se exacerba hasta hacerlo abominable cualquier desdoro del oponente, se consuelen con la primera mixtificación que los confirme en su creencia. Ocurrió, ocurrirá y seguirá ocurriendo hasta el fin de los tiempos.
Lo verdaderamente peligroso es que de llevar tantas veces a su fuente el cántaro de la verdad, lo acaben rompiendo para que fuera de su círculo de adictos lo acontecido quepa en eso que los interesados llaman el relato, y que más bien habría que llamar absolución sin contrición. Nadie que no esté manchado por la justificación pasada o presente de la barbarie debería tener la debilidad de conceder el menor crédito a sus supercherías.
No es signo desdeñable que el actual lehendakari se haya encarado con los dirigentes de EH Bildu y los haya desafiado a seguir sin entender que un asesino no es un mártir. Contrasta con ciertos eufemismos y tibiezas de los suyos, antes y ahora. A ver si significa que en adelante se les va a ahorrar a las víctimas de verdad la afrenta de soportar estos despropósitos científicos.