Quién se acuerda de Sofía, aquella reina que seguía siempre igual para que España cambiase. Por aquí pasaban las décadas, de los 70 a los 80, de los 90 al 2000, aceleradas y febriles, y ella siempre igual: ojos claros, perlas y un saber estar que nos ponía a todos los españoles en nuestro sitio aunque nunca hubiésemos pensado en ello.
Mientras aquí todo se aceleraba (la economía, la prensa, Europa, las amantes), ella seguía a lo suyo porque los países se levantan despacio. Y Sofía, vieja reina que nunca estuvo en medio de nada, pero fue centro de casi todo, siempre ahí como una tía abuela recta y lejana que tiene todo español. Reina de cuando sus majestades todavía reinaban.
España se constituye en una monarquía parlamentaria porque no sabe ser otra cosa. Tal vez porque, aunque se empeñen en borrar el pasado, lo que más hemos tenido, sobre todo, son reyes. Y reinas: de Isabel la Católica a Sofía de Grecia. Dos monarcas que sabían lo que eran y que no necesitaban que nadie se lo recordara o se lo concediera. Porque la corona, como la elegancia, no se la ciñe uno por las mañanas y se la quita por las tardes mientras pone los pies encima de la mesa del salón. No requiere público, ni mucho menos agradecimiento.
Mientras, en Podemos, como ya están de campaña, piden retirar los retratos y fotografías del rey emérito del Congreso y no escucho que ninguno de ellos sugiera poner en un altar los de Sofía. Qué mal se paga el deber cumplido en España. Si la Transición salió adelante gracias al rey Juan Carlos I, no es menos cierto que entonces lo hizo por la discreción y el saber estar de la reina emérita. Todos los medios revolucionados por si llega a Galicia Juan Carlos I o por si se va, porque España lo que mejor hace todavía es lapidar.
Nadie se acuerda que de Sofía se hizo España. Porque nuestro problema es siempre el mismo: nos gustan las turbas, los linchamientos, las leyendas negras más que el fútbol, más que España. Los héroes discretos, que en verdad son los que forjan la historia, nos dan igual.