No es la primera vez que la Puerta del Sol se convierte en lugar de guerra. Tampoco lo fue el 2 de mayo de 1808. Cuentan que allá por 1520 en ella se alzó un castillo defensivo, con el que la sublevada comunidad madrileña protegía la ciudad de una posible incursión de los partidarios del emperador. El castillo en cuestión tenía un sol pintado en una de sus fachadas, del que para algunos deriva el nombre de la plaza. Hay otras teorías.
A lo largo del siglo XIX la plaza fue campo de batalla una y otra vez, con motivo de las revoluciones, asonadas y cuartelazos que jalonaron generosamente esa centuria convulsa, que tan mal conocemos y recordamos y que tanto explica de nuestros desencuentros actuales. En la Puerta del Sol y alrededores hubo cargas de caballería, se apostaron cañones, se alzaron enormes barricadas. También en el siglo XX vivió algún tumulto, aunque viera proclamarse sin violencia la República en abril de 1931.
Con esa extensa y turbulenta historia decidieron competir el otro día dos púgiles de dispar pegada, el ministro Bolaños y la superpresidenta Ayuso. Protagonizaron un duelo anunciado en el que la fuerza de choque no fueron los descamisados, ni los artilleros ni los guardias civiles que una y otra vez se batieron en aquellas refriegas decimonónicas, sino una jefa de protocolo y los miembros del séquito del ministro. Como es bien sabido, en la hora de la verdad, prevaleció el férreo brazo de la primera.
O no. La cosa depende, como todo últimamente, del relato y de quién lo fabrica. Para unos, con su audaz acción kamikaze el ministro inmolado habría puesto en evidencia el autoritarismo, la intransigencia y la deslealtad institucional de Ayuso. Para otros, con el placaje inapelable de la responsable protocolaria las huestes autonómicas habrían yugulado la intentona ministerial de deslucir y desbaratar el acto de celebración y enaltecimiento del madrileñismo combativo encarnado por la presidenta.
Permítase a este observador poco proclive al entusiasmo por ninguno de los dos bandos en disputa cuestionar amargamente ambas narraciones. Para un ministro es situación desairada la que buscó Bolaños con obstinación digna de mejor causa: si ya había una ministra representando al Gobierno de España —y además la más indicada, la jefa de las tropas cuyo desfile se iba a presidir desde la tribuna— ¿qué objeto real vinculado al interés general tenía emperrarse en estar en el acto y buscar un papel central que para más escarnio se le impidió por las bravas?
Y para la presidenta de un Gobierno autonómico, que se precia además de regir los destinos de una Comunidad que es algo así como el escaparate de España, qué grosería innecesaria es poner un cancerbero para obstruir el paso a un miembro del Gobierno de la nación, a quien mucho más elegante e inteligente habría sido no hacerle pagar por su ávida búsqueda de los focos con una altivez que las personas juiciosas saben ahorrarse.
Cabe suponer que ambos ven réditos en el tosco rifirrafe que buscaron y sostuvieron hasta el final. Para Ayuso, el gesto de maltratar al edecán monclovita puede atraer votos indecisos entre ella y Vox. Para el ministro socialista, su asalto repelido al bastión popular madrileño podría ser un empujón al siempre renqueante PSM para adelantar a Más Madrid y hacerse con el pobre consuelo de quedar segundón tras la reina del mambo.
Si era ese el cálculo más habrá pescado la presidenta que el ministro, pero en cualquier caso de trata de un lúgubre botín. Porque lo que el 2 de mayo debería haber sido el centro no son las agallas de uno u otra ni sus cálculos partidistas, sino honrar el sacrificio histórico de los madrileños frente al poder abusivo. Me obliga a decirlo la Orden del 2 de mayo de la que me honro en ser miembro. Aunque no me inviten a un sarao que prefieren que sea una reyerta sectaria, y no la fiesta común de todos.