Ajenos a la desconfianza generalizada y frente a cualquier lógica deportiva, el Real Madrid llevó a la pista en Belgrado el espíritu ante lo imposible que ha convertido este club en leyenda. Enfrente tenía al más astuto del baloncesto europeo, Zelko Obradovic, el entrenador del Partizán que se refugia en una caldera de 20.000 espectadores.
Por si fuera poco, el conjunto blanco había perdido los dos primeros partidos en Madrid por errores impropios de un equipo sólido, quizás por encontrarse en un valle de rendimiento que le condujo a la precipitación propia del nerviosismo.
Para situarse en el más difícil todavía, el Real Madrid se presentó en Belgrado con los problemas físicos de Llull y Rudy, sin sustituto para un Tavares tocado y sin nadie para ocupar la posición de cuatro en el primer partido. Cierto que el Partizán tenía también sus bajas por sanción, pero ninguna afectaba con tanta gravedad la estructura del equipo. Asomado al abismo, el Madrid se aferró a sus fortalezas (el ímpetu incesante, el talento intermitente, Tavares), soterrando sus inseguridades durante buena parte del encuentro y remontando una desventaja que llegó a ser de quince puntos.
Superado el trance del tercero, los jugadores blancos se presentaron en el cuarto con el aplomo que concede la seguridad en las propias fuerzas. Habían dejado atrás las incertidumbres en plena carrera, algo sólo al alcance de caracteres determinados. De nuevo firmes, con la esencia intransferible de quienes conocen su destino y la determinación de aquellos que se sienten obligados por la historia, los jugadores desarrollaron un nuevo ejercicio de supervivencia en esta serie volcánica.
Esta entereza trajo consigo el rigor táctico, una fluencia en el juego extraviada en la mayor parte de la serie. El Madrid la trabajó con asiduidad, y cuando el equipo se atascó apareció la figura magistral de Sergio Rodríguez. El tinerfeño, convertido en el orden del temple, ejerció como líder absoluto, motivando a los compañeros que decaían y leyendo el encuentro con precisión.
Con estas premisas en juego, sólo se necesitaba la gigantesca figura de Tavares, que ejerció un dominio aplastante aún contra la dureza con la que se emplearon sus defensores. Ante la superioridad madridista, la inquietud cambió de bando, y hasta pudimos observar los nervios de Obradovic, algo cercano a lo inaudito.
El Real Madrid se impuso porque, hasta desacertados, ninguno de sus componentes dio muestras de decaer en su coraje. Para los nuevos –Musa, Hezonja– la resolución de los más curtidos ha supuesto una lección que no han de olvidar, pues al alma siempre le tiene que acompañar la eficiencia, la que han mostrado, sobre todo, el Chacho y Tavares. Por el rendimiento del último día da la impresión de que han ido tomando buena nota, y buena falta hará. Porque el relevo, por desgracia, está cerca.
Por último, la rotación de protagonistas marcó el triunfo blanco. El Madrid encontró siempre a los jugadores precisados. En el tercer partido se presentó, inesperado, Williams-Goss. Ayer, primero fue Hanga, certero en los lanzamientos al principio. Y más tarde, en la defensa sobre Exum.
Después, Sergio Rodríquez y siempre, Tavares, gigantesco, sereno, decisivo en las dos últimas jugadas del encuentro. Ninguno de los que pisaron la pista dejaron de aportar sus gotas de talento, su esfuerzo defensivo o reboteador su lectura de una situación. Una victoria memorable con un gran coste, la lesión de Deck, que incrementa la lista de bajas madridistas y merma la plantilla para el quinto encuentro y una hipotética clasificación para la Final Four.