La frase se la atribuye Alejandro Dumas a Pellisson, uno de los auxiliares del abate Fouquet, en las páginas de El vizconde de Bragelonne: "Nunca es una falta llegar demasiado pronto". A una cita, se sobreentiende. O dicho de otro modo: nunca está mal excederse en la cortesía; lo que resulta feo y desaconsejable, como llegar tarde, es quedarse corto al mostrar deferencia.
Es una lástima que la poca lectura de algunos les impida acceder a las muchas perlas de sabiduría que contienen esta y otras obras de Dumas, y que tanto mejorarían nuestros días si fueran conocidas y puestas en práctica. Un espacio en el que se aprecia cada vez más la falta de esa cortesía que le ponderaba a su amo el buen Pellisson es el del uso cotidiano del idioma.
No es un defecto sólo propio de nuestra sociedad, también se observa en otras, sin excluir a la francesa, que puede leer a Dumas en el original. Recuerdo la ocasión en la que un librero parisino se negó a decirle a quien me acompañaba dónde estaba el estante de poesía por no marcar la S que correspondía al decir poésie. El episodio lo zanjé preguntándole yo por lo mismo en inglés. Al punto el librero me señaló dócilmente el lugar, lo que me dio pie para explicarle que no pensaba comprar nada allí por atender mejor a quien no se esforzaba en hablar su idioma.
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Volviendo a lo nuestro, acude a mi memoria un momento de veras cómico, por lo raro y desatinado, que se me concedió vivir en Barcelona, durante mis primeros días como residente allí. Fue en un centro médico, a donde acudí por un asunto menor. La mujer que me atendió lo hizo en catalán, con irritación y una especie de retintín creciente por mi recurso al castellano; todavía el catalán lo hablaba yo poco y mal, aunque podía entenderlo.
La conversación siguió así, tensa por su parte y estupefacta por la mía, hasta que le dije que mi mutua era el servicio médico del Colegio de Abogados de Madrid, que me había designado ese centro y debía de haberle enviado un fax. La mujer enrojeció hasta la raíz de los cabellos, al comprender que no había estado castigando a un refractario a su lengua, sino a un forastero.
Tengo muchos más episodios y ejemplos, todos los tenemos. Me limitaré a añadir un tercero, relativo a otra forma de cortesía (o descortesía, según se mire) idiomática. Sucedió durante la pandemia, cuando en un diario que iba publicando en mi blog para sobrellevar mejor el confinamiento se me ocurrió tener un recuerdo de gratitud para los médicos y las enfermeras, pero también para las médicas y los enfermeros. No era más que un modo de dejar claro que aludía a todos los hombres y mujeres que desempeñan ambas profesiones, para que ninguno (para que ninguna) se sintiera extramuros de mi agradecimiento.
Como el texto lo publiqué, no faltó quien me afeara haber caído en la ignominia del desdoblamiento superfluo e ignorar la suficiencia en la lengua de Cervantes del masculino genérico. La reprimenda venía envuelta en la misma virulencia con la que los prescriptores del "todos y todas" preceptivo te estigmatizan como la peor especie de misógino si osas infringir sus decretos.
Estas historias, y muchas más que podrían contarse, me llevan a pensar que tenemos un problema que nadie aborda desde el sentido común, que es lo que justamente invitaba al juicioso Pellisson a preferir esperar, en lugar de hacer esperar a quien se citaba con él. Incluso diría más: este panorama vienen a enrarecerlo las normas que se van promulgando, y que tienden a multiplicar las premisas que llevan a reprimir a otros a cuento del idioma, en vez de favorecer su uso y la indulgencia hacia el chapurreo, la ineptitud o la gentil flexibilidad en el habla.
Algún día, espero, aprenderemos que las lenguas están ahí para entendernos y atendernos. Y no para atizarnos con ellas.