Tiene que estar en alguna parte. Traspapelado, guardado en una carpeta con la etiqueta equivocada, en ese pendrive sepultado bajo las llaves de un vaciabolsillos o quizá en un altillo para el que da mucha pereza buscar una escalera. Pero debe existir un estudio realizado desde el rigor del método científico que certifique una correlación entre el comportamiento y los accesorios de la indumentaria.
Sólo así se explica el tesón con el que los dirigentes políticos de la izquierda española atribuyen toda actitud que cubra el trecho entre lo mezquino y lo terrible a "esos que llevan la pulserita con la bandera". La frase tiene variaciones, que suelen incluir un diminutivo despectivo. "Los de la pulsera con la banderita", por ejemplo.
(Casi) todos reproduciríamos el meme de Marge Simspon abochornada ante Homer si escucháramos una voz de la derecha relacionar las rastas o el diábolo con un determinado posicionamiento político. (Posiblemente no haga falta hacer demasiada arqueología hemerográfica para encontrar ejemplos pertinentes).
No podemos negar la existencia de los prejuicios. Pero sí desarrollar una madurez mínima que nos permita identificarlos como tales para no dejarnos llevar por ellos.
Este firmante no ha lucido jamás una pulsera con la bandera de España y duda que alguna vez lo haga. Tampoco se ha hecho ningún tatuaje ni ha pedido creatividad al peluquero para transitar ese camino que ha llevado los looks capilares juveniles desde Forrest Gump a El nombre de la rosa. Simples opciones personales estéticas que no esconden ningún afán de superioridad moral.
La degradación de la conversación pública ha llevado a esta simplificación grosera, en la que la misma caricatura del adversario político puede aparecer en el discurso de un representante gubernamental o en una viñeta de El Jueves. De ahí que escuchemos sin inmutarnos al delegado del gobierno de un estado arremeter contra aquellos que exhiben los símbolos de ese mismo estado. Lo hizo para contraponer la actitud de Bildu a la de "las derechas".
Pocos universos políticos en los que el complemento dé más juego. No recuerdo quién del entorno de la lucha cívica contra ETA decía hace muchos años que tenía que fijarse en si llevaba o no pendiente para distinguir a Joseba Egibar de Arnaldo Otegi. Ahí sí había una cierta utilidad: el complemento como elemento distintivo.
Lo otro, en cambio, ha sonado a subalterno buscando la placa de empleado del mes manejando el argumentario equivocado. Ese que se dio por desfasado al calor de los resultados del 28-M. De ahí las caras de terror de los presentes. Pero ¿dónde está el nuevo? Quizá repose en el mismo altillo que el estudio científico.