Hay algo que dijo Ada Colau en el pleno de investidura del alcalde de Barcelona que no está recibiendo la atención que merece. No por lo que dice de ella, que ya le gustaría, sino por lo que dice de los demás.
Mientras explicaba su voto y su apoyo al candidato socialista, Colau reveló que Jaume Collboni le había ofrecido un pacto secreto para entrar en el gobierno municipal una vez superada la votación de investidura. Y que ella, muy digna, había preferido pasar a la oposición.
No dijo ni cómo, ni cuánto, ni hasta cuándo, y ya nos conocemos. Pero el engaño que denunciaba Colau tenía un sólo destinatario, que era el PP. El PP había condicionado su apoyo a Collboni a la promesa de que Colau quedase fuera del gobierno municipal. Y al hacerlo, el PP había pedido, como un amante desesperado, casi como un incel, que le mintiesen. Y le mintieron.
Y se lo creyó, porque todo lo que quería el PP era una excusa para creer. Para creer, sobre todo, en sí mismo. En su bondad y en su poder. Por eso pidió más de lo que debía, exigiendo promesas que no podía obligar a cumplir cuando lo prudente a la vez que patriótico hubiese sido dar sus votos gratis y por amor a España. Y por eso es un poco sobreactuado el orgullo que exhibe estos días por haber hecho como hizo cuatro años atrás el francés Manuel Valls.
Porque lo innegable, en el PP como en Descartes, es la duda. Que dudar, dudó. Que dudó hasta el último momento si votarse a sí mismo y facilitar la alcaldía de Trias o votar a Collboni y entregársela a un socialista. Y que prefería ahorrarse el problema, como nos pasa tan a menudo a todos, de elegir entre susto o muerte. Quizá porque conoce a sus votantes barceloneses, y quizá porque conoce a Trias. Hasta el punto que estos días ha tenido que recordarles a ellos, a nosotros, a sí mismo y yo diría que hasta al propio Trias, que su partido seguía siendo el de Puigdemont.
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Porque Trias se había esforzado, y con un éxito notable, en presentarse como la versión más antigua, más soft, más light, más viejo-convergente, más alejada del procés y del partido de Puigdemont, que el nacionalismo catalán podía ofrecer. Y la lección que estas elecciones dejan para él y Junts, pero también para ERC y para el independentismo en general, es la misma que recibió Walter White: no más medias tintas. O indepes de verdad, atendiendo a las consecuencias, o penitentes de verdad, aspirando a pactos y aritméticas. Pero las tibiezas retóricas y las exploraciones de terceras vías y las candidaturas moderadas y corrientes internas ya no valen.
Pero esa lección llegó después, como suelen llegar siempre los principios. Para justificar lo hecho, a menudo ante uno mismo. Porque sus intereses tampoco estaban, ni están, tan claros como pretenden. No hace falta ser Tezanos para sospechar la posibilidad de que PP y Vox no sumen. Y no hay que ser Greta Thunberg para sospechar que si no lo hacen ahora, quizá mañana sea demasiado tarde. Quizá no sea un caso extremo, pero sí es un caso extremeño. El PP, con sus dudas y sus principios tanto como con sus votos, corre el riesgo de convertirse en el pagafantas del PSOE.
Porque en el PP creen que nadie se preocupa tanto como ellos por España, y quizá tengan razón. Y quizá ese sea su problema. Que sólo ellos y Vox parecen preocuparse por España. Y que si están condenados a entenderse es también porque ya no pueden entenderse con nadie más.
El PSOE y ERC pueden, en Madrid como en Barcelona, pactar por la izquierda o por la patria, según les convenga. Junts y el PP, en Madrid como en Barcelona, sólo pueden pactar por un lado y con un posible aliado.
Sería una de esas crueles bromas del destino que la política de bloques nacionales que defiende el PP como uno de sus principios fundamentales le acabase condenando a depender de Vox o a convertirse en otro de los muchos, de los casi todos, partidos muletas del socialismo.
El éxito de la jugada de Barcelona y la pureza de sus principios patrióticos depende, claramente, de lo que pase el próximo 23 de julio. Porque si no gana el gobierno, la auténtica política de Estado la tendrá que hacer en la oposición. Tendrá que reconstruir alianzas, que es casi como crear partidos con los que poder entenderse. Aceptando tal vez la imposibilidad de que el PP no pueda ser en Cataluña (o en el País Vasco) lo que es en la Galicia de Feijóo.
Las dudas del PP hacen sospechar que quizá los últimos nostálgicos de esa Convergencia que pudo haber sido sean ellos. De momento, el catalanismo moderado y escarmentado quiere mandar al viejoven Montañola a Madrid. A ver si esta vez sí que pican y podemos volver a creer en los viejos tiempos del peix al cove, cuando los catalanes podían soñar con ser vascos.