Qué bien repartido está el mundo. Mientras miles de jóvenes le pegan fuego a Francia, los periodistas blanqueamos su violencia para que a ellos no les quede ni siquiera el trabajo de barrer las cenizas. "La justa cólera" decía El País este lunes para diferenciarla de la cólera injusta, que debe de ser la del trabajador que se pregunta, frente a su coche incinerado, dónde quedó todo aquello de la liberté, la égalité y la fraternité.

Bomberos franceses apagan un autobús en llamas.

Bomberos franceses apagan un autobús en llamas. EFE

"¿De dónde sale toda esa rabia?" se preguntan nuestros socialdemócratas antes de responder a su propia pregunta con algún prejuicio inverso. Pero los protagonistas de esa rabia ya han contestado a esa cuestión frente a las cámaras de televisión y con una claridad muy superior a la de los análisis de nuestros intelectuales. "Que se jodan los franceses". "Yo no soy francés, soy negro". "Tengo la nacionalidad, pero no soy francés". "Lo primero son mis orígenes y luego la nacionalidad". Diáfano. 

¡A ver si va a resultar que un hombre es algo más que un DNI, como dicen algunos ignorantes que no comprenden el concepto de ciudadanía administrativa

Nada que no se arregle, en cualquier caso, con dos clases de Historia de la République y un seminario sobre "por qué la ley". ¡Que se aparte la realidad, que aquí llega la legión positivista con su Aranzadi! La patria es un logo en la solicitud de tu salario mínimo vital.

La ironía salta a la vista. Son esas élites francesas que tanto se esfuerzan por simpatizar con la violencia las que le niegan voz a los inmigrantes con un "no, espera, te equivocas, YO te voy a explicar lo que te pasa a TI". De lo que se deduce el corolario "porque tú eres un pobre inmigrante que ni siquiera sabe lo que le pasa hasta que un blanco francés de la Place Dauphine como yo se lo explica".

Lo que le pasa a la inmigración parece ser, según la intelectualidad francesa, algo muy diferente de lo que la inmigración dice que le pasa. ¡Bien, vamos avanzando poco a poco hacia una sociedad con diferentes puntos de vista sobre una misma realidad, y eso sólo puede ser bueno, como ha quedado claro durante la última semana! Así que lo que le ocurre a esa inmigración no es que su identidad y su cultura sean incompatibles con la de Francia, como ellos mismos afirman cuando les preguntan. Lo que le pasa a la inmigración es lo que el editorialista de Libération dice que le pasa a la inmigración.

Nunca serán franceses. Serán malos franceses decía Hassan II. Le deberían haber encargado a él los editoriales. 

Y eso a pesar de que esa inmigración no se queja de la falta de ayudas, porque ya las tiene, ni de la dificultad de acceder a la misma educación que cualquier otro francés, porque su educación es tan gratuita como la de cualquier otro francés, ni de la imposibilidad de acceder a un trabajo, porque ni lo quiere ni lo necesita. 

Tampoco se podrá quejar esa inmigración de la falta de comprensión de la "Francia blanca" porque los medios, los políticos y los intelectuales franceses han dicho de forma muy mayoritaria durante estos últimos días, y llevan diciéndolo muchos años, que la violencia de esos inmigrantes es más "justa" y "legítima" y "razonable" que las quejas de los ciudadanos que ven arder las calles de sus ciudades

Ese relato mediático, que parece borbotear desde una dimensión paralela, contrasta con la realidad invisible que no aparece en la prensa. Un solo ejemplo. El crowdfunding puesto en marcha para apoyar a la familia del policía francés que mató a Nahel lleva recaudado ya más de un millón de euros. El crowdfunding para la familia del propio Nahel lleva recaudados 56.000 euros.

Un periodista desprejuiciado extraería algunas conclusiones a partir de ese dato. La del postureo de la izquierda francesa, tan proclive a rasgarse las vestiduras en público como reticente a aflojar la mosca en privado. O la de la desconexión de los medios con la calle. Que es el peor crimen que puede cometer el periodismo, un oficio de populistas que ha acabado siendo colonizado por párrocos.  

Lo cierto es que la inmigración se queja de lo que se queja. Y se queja de aquello que la socialdemocracia no puede aceptar ni aceptará jamás porque supondría una enmienda a la totalidad de una cosmovisión tan incompatible con la propia realidad como esa idea de la multiculturalidad que nadie acierta a definir en qué consiste.

Pídanle a su amigo progresista más cercano que defina multiculturalidad. Y buena suerte intentando que diga algo levemente menos racista que "gastronomía, música, artesanía, folclore" y alguna que otra cursilería de vuelo gallináceo. La idea de la multiculturalidad de un ciudadano occidental cualquiera es la de un festival veraniego de salchipapas. Un mercadillo de artesanía, un par de fogones con matoke, una banda tocando soukous en el escenario, un libro de cuentos tradicionales y una funcionaria del Ministerio de Transición Ecológica con un vestido kitenge. Entre disco y disco de Dominique A y Benjamin Biolay, uno de Burna Boy

En Francia, de la inmigración se ha glorificado hasta la violencia (en eso coinciden con los grupúsculos de ultraderecha que en los años 80 tenían La naranja mecánica de Anthony Burgess como libro de cabecera). Porque por cada Bac Nord, una película que explica el punto de vista de la policía francesa frente a una inmigración que ha construido un Estado paralelo en pleno corazón de la République, hay diez Atenea, El odio, Raï o Los miserables. Por cada Michel Houellebecq, diez Juan BrancoCarlos Moreno o François Ruffin, revolucionarios de salón que llaman a la insurrección contra el sistema que les ha hecho millonarios.

Y esa glorificación de la violencia se ha hecho en nombre de una multiculturalidad que no es más que racismo intelectualizado. 

El problema no tiene ya solución. "Parece que algunas de las bases de la civilización occidental se están sometiendo a negociación" dice el periodista británico Douglas Murray en La extraña muerte de Europa, el libro sobre la inmigración más inteligente escrito durante los últimos 20 años en Europa. Lo dice después de recordar que fue la propia Angela Merkel, la madre de la política inmigratoria europea, la que reconoció el fracaso de esta en 2010: "El enfoque para construir una sociedad multicultural y poder vivir juntos, disfrutando unos de otros, ha fracasado. Ha fracasado por completo". La política inmigratoria merkeliana, basada en una idea de la naturaleza humana no ya infantil, sino infantiloide, sigue sin embargo vigente.

El domingo escribí en Twitter "¿Conoce alguien un solo ejemplo histórico de sociedad multicultural estable y sostenible a largo plazo, entendiendo por sociedad multicultural aquella en la que conviven dos o más sistemas de valores incompatibles coexistiendo pacíficamente?".

Las respuestas fueron de cuatro tipos:

1. No ha existido jamás. 

2. Sí ha existido (y se procedía a citar el caso de una sociedad extraordinariamente violenta idealizada por el cine, la literatura o la ideología).

3. Sí ha existido (y se procedía a citar el caso de una sociedad en la que coexistían de forma precaria y sin mezclarse distintas culturas en sus respectivos ghettos).

"No sin hegemón" respondió alguien desde una cuenta llamada La escuela de Salamanca. "Puede haber varios súbditos pero no varios reyes. La multiculturalidad como nos la venden es un mito y una fantasía de la izquierda. A lo largo de la historia humana, sólo han existido sociedades mixtas cuando una gobernaba indudablemente sobre las otras. Era una relación de tolerancia desde el poder, no desde la igualdad".

Y esa es, por supuesto, la respuesta correcta. Sin hegemón, es decir sin un sistema de valores dominante, no puede haber convivencia. La pregunta es cuáles queremos que sean esos valores.