La misión del Euclid corrió peligro cuando Rusia inició, a comienzos de 2022, una nueva etapa para la aniquilación de Ucrania. El telescopio debía viajar a bordo de un cohete Soyuz a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, a salvo de las gravedades del sol y el planeta, para medir y fotografiar millones de galaxias lejanas, y para hacerlo no sólo con el fin de admirar su belleza, revestida de luces y patrones, sino para ver nuestro pasado en el espejo, con todo su misterio.
La ruptura con Rusia arruinó las primeras esperanzas de los ingenieros. Sólo la alternativa abierta por Space X con su Falcon 9 revirtió el pesimismo. Esta semana, al fin, el telescopio con el nombre del geómetra griego comenzó su viaje hacia lo desconocido, y nos permitió soñar brevemente sin reparar en las miserias diarias de una sociedad democrática.
Durante unas horas, la noticia convivió en los periódicos con otro episodio propio de Europa. En Estocolmo, el sueco-iraquí Salwan Momika escogió el primer día de la Fiesta del Sacrificio para maltratar, a pocos metros de una mezquita, el libro sagrado de los musulmanes: el Corán. Momika practicó claqué sobre la solapa, engrasó las páginas con tocino y culminó la profanación con un poco de fuego, sin esconder una mueca irónica.
La policía estaba al tanto de la manifestación para impedir que la cabeza de Momika se separara del cuerpo. Cuando la cadena pública le preguntó por el propósito de su protesta, el hereje fue claro. "No luchamos contra los musulmanes, sino contra sus ideas", explicó. "Si nos tienen que decir lo que podemos hacer y lo que no, la democracia correrá peligro". Los agraviados se tomaron sus prisas para darle la razón. Las reacciones de los sumisos de Alá fueron captadas por las cámaras, con escenas de ira y desconsuelo, y con réplicas delirantes y delictivas en todo el mundo islámico.
En Irak, quemaron banderas LGTB y asaltaron la embajada sueca. En Marruecos, el régimen llamó a consulta al representante sueco en Rabat. En Turquía, Recep Tayyip Erdogan definió como "escandaloso" que la policía no impidiese la protesta y, de demócrata a demócrata, amenazó a los europeos sin reparos: "Debemos enseñar a los arrogantes occidentales que insultar a los musulmanes no es libertad de expresión".
En un reportaje de Euronews, un periodista sueco animó a varios testigos blancos a preguntarse si las autoridades deben proteger las blasfemias de Momika. Las respuestas son reveladoras. Una mujer de mediana edad sostuvo que "no podemos tolerar estas cosas": "No está bien humillar a otras personas". Un hombre de pelo cano matizó la libertad de expresión. "Está muy bien", dijo, "pero quemar un libro sagrado es una provocación".
A sus ojos, al parecer, las víctimas son los millones de ofendidos posibles por una expresión de mal gusto. Ninguno se planteó el objeto de una manifestación pretendidamente escandalosa y provocadora, si Momika lo hizo en Suecia por todos los lugares donde los racionalistas no pueden hacerlo, y los dos empáticos suecos obviaron el valor de la palabra libre en su tierra, a diferencia de lo que ocurre en cualquier país musulmán, que son la mayoría en Asia y África. De las palabras de los entrevistados se desprende la facilidad con que un europeo prescinde de sus libertades con el trampantojo de la tolerancia, sin darle una vuelta o dos a los riesgos de adaptar nuestra sociedad a los esquemas de la costumbre islámica, y no al revés.
¿Por qué anida en una civilización sin misiones divinas, sino científicas, la tentación de sucumbir a las comunidades con problemas para diferenciar Estocolmo de La Meca? ¿Pesa más el recuerdo de Charlie Hebdo o el simple temor a la ofensa a una minoría, por este motivo u otro, en una sociedad enternecida? Porque la respuesta a Erdogan y compañía es sencilla. En Europa, la libertad religiosa está garantizada, pero la libertad de expresión es sagrada. La historia del continente está escrita con la sangre de los herejes. Llevó siglos cambiar la superstición por los mecanismos de la razón. Y no corren tiempos para que nos distraigan las dudas.