En la segunda (y esperemos que última) campaña electoral del año se ha impuesto abrumadoramente la doctrina, la consigna, el mantra del "voto útil". Resulta cuanto menos sintomático que esté siendo el PP el más fervoroso entusiasta del utilitarismo, fiel a su trayectoria de aparato electoral movido por los principios de la conveniencia y el rédito.
Decidido a protagonizar la secuela del efecto Andalucía, Feijóo ha venido desplegando meticulosamente su estrategia de "partido atrapalotodo", que se alimenta tanto de los socialistas desengañados como de los voxeros pragmáticos.
El problema es que para ganarse a los segundos basta con instar al sufragio racional, mientras que para seducir a los primeros se precisa la mímesis ideológica. Esto no es molestia, pues Feijóo nunca ha ocultado que se siente más cercano a la socialdemocracia que al conservadurismo, en la línea de la mayoría de partidos de centroderecha europeos.
En el PP parece que se emplea mucho más esfuerzo intelectual en cavilar cómo llegar al poder que en reflexionar qué hacer luego con él.
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La progresiva concentración del voto ha gozado de la inestimable ayuda del aluvión diario de trackings electorales, que han pintado un escenario que anticipa la rehabilitación del bipartidismo.
Cruzada la fecha límite para la publicación de encuestas este lunes, muchos actores han vuelto a pedir, como en cada cita electoral, que se acabe con una prohibición que se antoja un arcaísmo. Pero lo cierto es que nunca como en este tiempo de hiperinflación de sondeos y de bombardeo comunicativo la interdicción ha tenido más sentido.
Los sondeos de opinión se han convertido en un input primordial del proceso político contemporáneo porque son el artefacto más eficaz para diluir la frontera entre la descripción y la prescripción, que es la fuerza motriz del periodismo militante de nuestro tiempo.
Las encuestas han sustituido a los editoriales como género de opinión.
— Jorge Dioni López (@jorgedioni) July 17, 2023
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Dentro de su programa de edificación de un partido socialdemócrata de reemplazo, Feijóo no ahorra en elogios a figuras del PSOE antisanchista como Page. También ha mostrado repetidamente su admiración por Felipe González, de quien ha llegado a decir que "será una de las personas a las que consulte de forma intensa".
Desconocemos si le va a preguntar por los GAL, por el auspicio de la corrupción sistémica o por la neutralización de la arquitectura de la separación de poderes. Lo que está claro es que el PP acusa una grave incapacidad para edificar una mitología propia, para fijarse sus propios referentes. Y que en su evocación de un PSOE verdadero previo a la degradación sanchista, la derecha se encuadra dentro de unas coordenadas concebidas por la izquierda para excluirles.
Así lo explicitó Alfonso Guerra en una entrevista con Manuel Vázquez Montalbán en 1984, donde dejó claro que "el PSOE es un partido revolucionario", puesto que "en este país no ha habido una derecha civilizada". Y lo clavó al sentenciar que "si nos ganan las elecciones, pues muy bien, ya esperaremos nuestro turno, pero nuestra obra habrá cambiado las reglas del juego y será la base de futuras transformaciones".
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Desmarcándose de Vox, Feijóo quiere falsar la identificación derecha-ultraderecha sobre la que el PSOE ha hecho pivotar su campaña. Se podría pensar que se trata de mero tacticismo, y que a la jefatura del PP (como a sus votantes) no les horroriza en verdad entenderse con Vox, como han hecho en Valencia o Baleares. El objetivo sería retratar el bloquismo de Sánchez (toda vez que este ha rechazado el pacto para la abstención del más votado), pudiendo después proceder justificadamente a un acuerdo de investidura con Santiago Abascal.
Pero lo que tal vez sea pan estratégico para hoy es hambre política para mañana. Se podrá derogar el Frankenstein, pero se mantendrá el marco discursivo del cordón sanitario a la derecha con el que Sánchez legitimó su régimen de alianzas.
En lugar de aspirar a homologar a la derecha radical como el PSOE ha hecho con los nacionalismos y los populismos, el PP se mueve en los carriles que marca el socialismo. Mientras, este se dedica a "modificar la conciencia social mayoritaria", en palabras de Guerra.
No basta con desbaratar el relato del enemigo: hay que contraponer un relato alternativo. Porque de poco sirve ganar el aparato estatal si tu rival retiene el aparato discursivo.
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El desdén por el ámbito de las ideas de este tecnocratismo economicista, hijo del apoliticismo inoculado por el franquismo en la derecha de la Transición, se conduce por una máxima sonrojante: "Dato mata a relato".
La prueba de que este lema es ingenuo es la hiperactividad de Sánchez en los platós. El presidente aprendió de Pablo Iglesias que la percepción de la realidad política no es independiente de la mediación narrativa. Y, por tanto, que intervenir en las instancias de producción discursiva no es accesorio, sino fundamental.
Así ha construido Sánchez su épica particular del "manual de resistencia", una mitología que también caló entre los analistas críticos. En realidad, todo lo que Sánchez ha representado es una manipulación del juego de expectativas para relativizar la percepción de las sucesivas derrotas que ha ido cosechando. El sanchismo no es más que una logística del fracaso para ganar perdiendo.
Haría bien Feijóo en tomar en cuenta para este 23-J que el número de escaños no habla por sí solo.
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El desdén por lo discursivo de los populares está siendo aprovechado inteligentemente por Vox. La agenda de la "batalla cultural" con la que los de Abascal quisieron distinguirse ha dado un salto cualitativo después del 28-M, con su materialización institucional en concejalías y consejerías de Cultura en los gobiernos municipales y autonómicos en los que ha entrado.
[Feijóo y Aznar denuncian que "el sanchismo y Vox tienen el mismo interés" y forman una "pinza"]
Y lo mejor es que la ventana de oportunidad se la ha abierto el desinterés del PP, que dice estar por encima de folclorismos y que no se ocupa de bagatelas, sino que se centra en las cosas del comer. Sobre esta aquiescencia acomodaticia el totalitarismo progresista ha apuntalado unos "consensos sociales" que ahora se están demostrando con pies de barro.
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El problema del argumentario del voto útil es que también puede servir para justificar el voto a Vox antes que al PP en determinadas circunscripciones. Hay casi una veintena de provincias en las que votar al partido de Abascal es lo que le puede quitar escaños a la izquierda.
Porque estas circunscripciones serán el escenario de una disputa por el último escaño entre Vox y el PSOE o Sumar. Hay al menos una decena de diputados en juego que pueden caer en el bloque de la derecha, aumentando así las posibilidades de una investidura de Feijóo, o caer del lado de la izquierda, favoreciendo el escenario del bloqueo.
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Es sin duda sólido el argumento que ha acabado esgrimiendo Feijóo de que al PSOE en realidad no le preocupa sino que le interesa que Vox entre en el Gobierno, y que si Vox impide como en Murcia una investidura del PP, está formando una pinza con el PSOE.
Pero no se presta tanta atención al argumento de Vox. A saber, que su partido sólo tiene sentido si ejerce como bastión que impida que se repita el letargo y la molicie frente al rodillo progresista de la etapa Rajoy, y no ejerciendo como una mera muleta para una investidura de Feijóo.
Feijóo hoy: “A los que han votado a Podemos, y no quieren que VOX tenga capacidad de decisión, les pido su confianza”. pic.twitter.com/hPa8tEPc0l
— Spainball (@Espball) July 17, 2023
Lo que viene a plantear Vox es por qué elegir la papeleta del PP es "voto útil" si sólo sirve para cambiar al titular de la jefatura del Gobierno mientras las líneas maestras del proyecto progresista global permanecen prácticamente inalteradas.
Dicen los analistas que Vox se equivoca de enemigo cuando ataca al PP. ¿No se equivoca el PP de amigo cuando se declara más cercano a Page que a Abascal? ¿O cuando llega a pedirle el voto al electorado de Podemos?
Feijóo corre el riesgo de que los españoles de derechas acaben espetándole "que te vote Felipe".