Hasta el domingo por la noche no sabremos si una ausencia vale una presidencia del Gobierno, un profundo cambio de rumbo político, la manera en la que viven millones de ciudadanos. Alberto Núñez Feijóo ha utilizado su ausencia como un activo en su pelea electoral contra la izquierda y la extrema derecha, y ha asumido las peligrosas consecuencias de no restar a Sumar, de no contradecir (con lo fácil que resulta) a Pedro Sánchez y de no distanciarse lo suficiente (eso tan imprescindible) de Vox.
Aún no sabemos si ha optado por la valentía de la ausencia o por la irresponsabilidad de la misma. La estrategia de convertirte en una sombra ante millones de votantes potenciales a escasos días de los comicios que pueden transformar al país parece una idea arriesgada que amenaza con provocar más efectos inesperados de los que intuía el político gallego.
Quién sabe, de hecho, si habrá sido su peor idea en mucho tiempo.
Esa decisión conlleva un riesgo extremo y, sobre todo, parece innecesaria. Feijóo ya demostró en el único cara a cara con el todavía presidente que puede debatir con soltura y criterio, que las cámaras no lo amilanan y que el rival tiene mucha menos prestancia de lo que él mismo pensaba, crecido después de demasiados años en la Moncloa escuchando, exactamente, lo que quiere oír.
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Sánchez, acorralado por unas encuestas que lo ponen en la calle y quizá incluso en la oficina de empleo más cercana, le ha subido decibelios a su renovada estrategia de ataque impulsado, en parte, por esa peligrosa ausencia de Feijóo, que ha optado por esconderse cuando podía haber noqueado al rival de forma definitiva. Las cuatro mayorías absolutas del líder popular avalan que sabe lo que hace desde el punto de vista electoral. Pero jugar al escondite televisivo ante millones de ciudadanos supone una amenaza de consideración para sus opciones de convertirse en presidente.
En futuras campañas electorales debería establecerse la obligatoriedad de debatir en televisión un número determinado de veces por parte de los candidatos que optan a presidir el Gobierno. De otro modo, quienes pierden son los ciudadanos cuando los líderes se niegan a defender sus ideas, y a debatirlas, delante de todos. Que el criterio de los políticos sea desaparecer cuando consideran que los números les favorecen resulta tan nocivo como egoísta ante todos los demás: no hurten a los ciudadanos esta herramienta tan decisiva para configurar su voto.
El domingo, España se juega mucho. Sánchez, tras la última debacle en las municipales de mayo, en su (posiblemente) última pirueta política, ofrece un todo o nada. "Elijan entre renovar mi mandato o entregárselo a una extrema derecha que acabará con el progreso y los derechos sociales". Una especie de "o yo o el infierno". Pero el de Sánchez, su infierno particular, ya lo conocemos todos.