Para hacer algo mal es necesario partir del deseo de hacerlo bien. Ejecutar una aberración a propósito es otra cosa.
La muerte del concepto tradicional de "canción de verano", que pudo certificarse algunos años antes de la desaparición física de Georgie Dann, abrió un nicho de mercado. Nunca sería lo de antes pero, si se remedaba de alguna manera más o menos descarada, podía conseguir algo de foco a quien hace décadas que se esfuerza por no perderlo. Leticia Sabater no tiene una extensión de tonta y aprovechó el hueco. De ahí que lleve varios estíos sacando algún bodrio premeditado con el que convertir las mofas en ganancia económica.
Hora es ya de desenmascarar esta farsa. Lo que una vez pudo despertar una sonrisilla condescendiente provoca hartazgo y sopor cuando se convierte en rito anual.
Lo que hace Leticia Sabater es un atentado contra el mal gusto. Ese que surge de una manera involuntaria porque lo confunde con el bueno. La grandeza de los cantantes de casete de rosca de gasolinera estaba en su integridad moral. "Mira, no seré Julio Iglesias, pero dame una oportunidad", podía decirte desde una portada un aspirante a baladista posando ataviado con un smoking de la talla equivocada y con el mismo rostro de la foto para el DNI.
El convencimiento de estar ofreciendo un buen producto sin más soporte en los arreglos que un Casio manejado con destreza discutible es lo que termina creando eso que Carlos Herrera llamaba hace unos años en la radio "arte contemporáneo".
La presentadora de Al mediodía, alegría nos ha entregado esta vez Barbacoa al punto G. Hasta el título da idea de lo calculado de la operación. Herencia Dann más regodeo en la zafiedad sexual.
Los menos de cuatro minutos de vídeo no dan tregua al terrorismo audiovisual. Haríamos la gracia de que parece hecho por el sobrino adolescente de cualquiera de los implicados a los mandos de algún programa de edición preinstalado en el Windows. Pero resulta evidente que la consigna de sus promotores ha sido precisamente esa: "que parezca hecho por un adolescente a los mandos de algún programa de edición preinstalado en el Windows". Como el capo que ordena al sicario que parezca un accidente.
La sucesión de cromas tiene menor calidad que las primeras muestras del invento, allá por finales del siglo XIX. El vestuario siempre es escueto en la artista. De uno de los bikinis le cuelgan varios embutidos. En un momento dado expulsa llamaradas por los senos. El mayor dispendio de producción tiene forma de cuerpo de baile de inspiración tejana. Sus integrantes parecen desempeñar su cometido con el mismo entusiasmo por estar allí que los presos de Bukele.
La letra es una sucesión de dobles sentidos sexuales a cuenta de los elementos más esperables en ese utensilio para cocinar. "Ay caliente, qué choricito". "Cómete mi pechuguita". "Y ponme un buen morcillón, dale". Todo en un registro que ya resultaría demasiado pueril en un aula de primero de ESO.
Pero los medios mordimos el anzuelo, como ya hicimos antes con La Salchipapa, Toma Pepinazo o 18 centímetros papi.
Sabater pudo ser un guilty pleasure de la caspa cuando hace más de veinte años comandaba en la tele de Frade un programa de testimonios extremos. No había mucho esfuerzo en disimular que todo era teatralizado. El cuadro de actores era tan reducido que el marido cornudo de una tarde podía ser el padre demasiado controlador de la siguiente. Siempre en el recuerdo el secador de pelo que hacía las veces de máquina de la verdad.
Hoy fatiga por lo estudiado de la estrategia, lo frío del cálculo, lo impostado de la desfachatez. Es a la música cutre lo que la saga Sharknado es al cine Serie Z.
Estamos dispuestos a transigir con la bazofia. Pero con la bazofia de verdad, que es la que nunca busca ser una bazofia.