Yo estoy tan harto de Rubiales y su historia como usted. Me gustaría, como probablemente a la mayoría de los ciudadanos, superar de una vez este vergonzoso asunto y que el país se dedique a otra cosa más interesante y, también, más urgente. Fundamentalmente, sería deseable que España se esforzara por resolver el asunto que de verdad preocupa e inquieta a quienes vivimos en el territorio dominado por su bandera: la formación de un Gobierno que, ojalá, se configure en torno al ideal del beneficio de todos. O que al menos tenga esa intención.
Pero el presidente inhabilitado no nos deja. No habrá ocurrido muchas veces que un dirigente obtenga el mayor premio deportivo posible, el campeonato del mundo, y acabe, la misma semana, convertido en el elemento más vilipendiado y odiado del país al que, lamentablemente, representa.
Pero él, parece claro, no lo ve. Aferrado a los privilegios derivados de un cargo y una institución ya de por sí oscuros, Rubiales no se deja ir, ni nos deja en paz. Sí es cierto que no debe de ser fácil pasar del éxito absoluto (el logrado en Australia) al rechazo más contundente (el que ha vivido estos últimos días), pero eso es algo que le corresponde a él gestionar como buenamente pueda. Es su problema, no el nuestro.
En su aguerrida lucha por permanecer en la cúspide del fútbol nacional y disfrutar de sus abultadas concesiones, en su huida hacia ninguna parte, hace demasiado ruido. Primero, su entorno filtra el vídeo en el que algunas de las campeonas del mundo, aún alborotadas por la inmensa gesta lograda, intentan lidiar con lo que acababa de suceder, la famosa escena del beso, de un modo más bien ligero (esa era una de las opciones), en un intento de que la FIFA vea algunas supuestas alegaciones al piquito robado o, cuando menos, forzado.
Después, su madre, atormentada por la "cacería" a la que cree que someten a su hijo, se entrega a una huelga de hambre en una iglesia y, al tercer día, la tienen que trasladar a un hospital. Las madres, todas ellas, y por supuesto también esta, merecen amor incondicional, ese mismo que sienten por sus hijos, hagan lo que hagan, y que en ocasiones les nubla el discernimiento.
Después, su tío hace unas explosivas declaraciones en las que el sobrino aparece como un déspota (como mínimo) que ha estado o está demasiado cerca de numerosos episodios relacionados con la corrupción y la RFEF. La de este año, si es conjunta, no va a ser una Nochebuena tranquila en el ámbito familiar de los Rubiales.
Así que, con tanto ruido, no resulta fácil pasar página. Ni siquiera fuera del país. Siempre que he estado en Estados Unidos y The New York Times ha publicado una noticia sobre España me ha parecido un motivo de gran felicidad. Por unas u otras causas he estado en ese país muchas veces, y en tres ocasiones he vivido allí; siempre han sido escasas las veces que eso ha ocurrido.
Por supuesto, cuando ha sucedido ha sido porque algo de especial impacto ocurría en nuestro país. En los años 80, el NYT, ya entonces probablemente el diario más importante del mundo, realzó situaciones tan llamativas como la victoria socialista en las elecciones generales o tan lamentables como el intento de golpe de Estado. En los 90, ese periódico, igual que los demás medios de comunicación, destacó los Juegos Olímpicos de Barcelona. Después, hemos aparecido con un despliegue importante en contadas ocasiones. En realidad, aunque desde aquí dentro puede que no nos lo parezca, y aunque no nos guste demasiado la idea, España es un país más bien pequeño y con una influencia menor en el mundo contemporáneo.
La última vez que vi una gran noticia sobre España en la portada del Times recogía, sí, la victoria de las futbolistas españolas en Australia. Pero también el comportamiento del presidente de la RFEF. La satisfacción de las jugadoras que se coronaban campeonas mundiales y el halago del diario neoyorquino aparecían enturbiados por la vergüenza que generaba el dirigente deportivo. Y, por extensión, la que por momentos ofrecía la imagen de España.
Es urgente que nuestro país tenga un Gobierno, como lo es que Rubiales salga de las pantallas de los medios de comunicación, y de nuestras vidas.