La polémica Rubiales ha desatado una serie de testimonios de víctimas de abusos de poder y vejaciones varias, al estilo Me Too, que han salpicado distintos ámbitos, como el periodismo. Era fundamental que esto sucediera. Yo lo sueño imparable. Es cierto que no todos los casos incurren necesariamente en delito, o no de forma obvia, (otros sí, otros van del mobbing a la agresión sexual), pero igual es expectorante, justo y pacificador que se cuenten en voz alta.
¿Y en voz alta, por qué? Bueno, porque el machismo, la misoginia y el sexismo no están penados por la ley per se, a pesar de que atentan directamente contra más de la mitad de la población, en un lento e insidioso goteo que mina, dificulta o raspa la vida de todas las mujeres. Digamos que se puede vivir en la gloria, pachorrísimo con la ley, siendo un machista de tomo y lomo. Así que algo tuvimos que inventar. Teniendo en cuenta su impunidad histórica, su sonrojante regodeo y la imposibilidad de resolver estas afrentas en el ámbito privado (que es lo que se esperaría de una sociedad digna y cabal), a las chavalas sólo nos queda tener palabra y usarla. Y que se jodan.
Quizás así la ética colectiva alcance allá donde la ley no llega. En fin, la humanidad tiene sus propios resortes, sus giros poéticos, sus marginaciones legítimas, sus hilos invisibles para repudiar a la chusma fuera de ojo cíclope del Estado, y qué bien que así sea. Otro tema es la proporcionalidad del castigo social, esto podemos charlarlo caso por caso y con una cervecita, sin problema.
Detesto la turba, dipsómana de sangre. Son los mismos que jaleaban tirando cabras del campanario del pueblo y viéndolas romperse la cabeza contra el suelo.
Pero lo tremendo es que los machistas que ejercen violencias y excesos en el ámbito laboral y fuera de él, nada más ser afeados por la peña, se ponen a llorar amargamente, maldiciendo su suerte y la crueldad del mundo. A ver, nene, que yo me entere: no consientes ser juzgado por la ley, no consientes que te releguen de tu puesto por prácticas indebidas, no consientes que nadie te increpe lo hecho, no consientes unos tuits críticos con tu movie, no consientes que amigos o amantes prefieran alejarse de ti, no consientes perder el mínimo prestigio. Pues tú me dirás. ¿Qué hacemos contigo, rey moro? ¿Te la felamos también, para calmar esa semana tan malilla que llevas? Cuéntanos. Pide por esa boquita.
Lo más loco, si cabe, es la campaña mafiosa que se traen Rubiales y sus acólitos (oh, y no sólo ellos, sino todos los hombres preocupados en los últimos días porque alguna antigua víctima suya cante, ¡cómo le andan poniendo velitas a los santos...!, jajá).
Los muchachos andan centrados en desacreditar a las mujeres vapuleadas por su machismo a partir de sus reacciones espontáneas. Es decir: si, por ejemplo, en un primer momento, Jenni Hermoso frivolizó con el asunto del beso, o se rió, o lo parodió, o le quiso restar importancia (aunque siempre dejó claro que no le había gustado), para ellos eso significa automáticamente que no se sintió violentada por él.
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Interesante y vil. ¿Está obligada la víctima, también, a reconocer y mentar con precisión el ataque recibido justo cuando lo ha recibido? ¿Tiene que cazarlo, detectarlo, analizarlo, calibrar su gravedad y señalarlo en ese mismo instante para que nos cercioremos de la extralimitación del tipo?
Esto es una estupidez. Las mujeres (y todos, un poco) sabemos perfectamente que cuando alguien nos lanza un gesto o comentario fuera de lugar, dañino, o sexualizador, o agresivo, suele pillarnos tan desprevenidos que no somos capaces de devolver la pelota en el segundo siguiente. Nos desconcierta la violencia repentina. Nos calla, nos nubla. Nos deja pendiendo de un hilo, incrédulos: pero, ¿qué ha pasado? Pero, ¿en serio esto acaba de ocurrir?
Es habitual, y más si hay gente delante (porque nos han enseñado a ser teatrales, a tener mano izquierda y a no ir montando pollos ante la primera provocación), luchar por dejarlo pasar, porque corran rápido los segundos y tragar ese sapo. Hasta ríe una nerviosamente o cambia de tema, intentando tapar la turbación, la humillación y la vergüenza. Una a veces no sabe por qué, pero siente un pinchazo, una alerta intuitiva aún no bautizada. Nombre le pondrás más tarde, en casa, cuando estés sola o con los tuyos y les describas la situación, ya cocinada dentro de ti, y algo te derribe, reventando la balanza.
Le habrás quitado hierro, pero ahora no paras de llorar. Vuelves a ese momento una y otra vez, obsesiva, espesamente.
Ahora se te ocurren mil réplicas, mil frases letales, mil gestos geniales y firmes, mil protocolos de actuación para haberle parado los pies a esa rata bípeda. Pero de nada sirven ya. Es como si todo hubiera caducado. Como decían en Mad Men, "una respuesta correcta, dos segundos más tarde, ya es una respuesta incorrecta".
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En la hora el agravio, el bochorno acostumbra a ser tan grande y tiene un efecto tan boomerang (te culpas ipso facto y piensas "¿he hecho algo mal yo para que suceda esto? ¿Habré dado pie? ¿Le he dejado pensar que podía hacerlo?") que es posible que intentes incluso empatizar con el agresor e imitar su código. Es decir, si el tono es de chanza, responder con chanza, para no desentonar y minimizar el golpe. Para que los que están presentes no te juzguen.
Esta situación tan desubicada e incómoda puede darse hasta con el más tonto de la clase, sin atender a posiciones jerárquicas, pero si encima es tu jefe el que viene a tocarte la moral ovarística, pues apaga y vámonos.
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Más perverso era no hace tanto, cuando el feminismo no estaba sobre la mesa y si te quejabas por un trato abusivo eras una zorra, una problemática, una débil, una exagerada, una irascible o una ególatra.
Ahí campaba libre el autoengaño ante cualquier exceso macho: igual esto no ha sido para tanto, es que él es así, hace estas bromas, es su personalidad, es un poco tocón, pero con todo el mundo, uy, ¡qué sensible estoy últimamente!, todo me afecta, pero él no lo ha hecho a malas, no creo que llegase a nada más, se toma estas confianzas porque nos conocemos desde hace años, aunque últimamente ya van varias... mejor voy a decirle que estoy conociendo a alguien, que tengo pareja, y así no se ofenderá por mi rechazo. Hoy ha tenido un mal día, me ha gritado y me he sentido avergonzada delante de mis compañeros, pero no sé, quizá algo de razón tenía, porque he cometido un error, ¡bueno!, es que tiene mucho carácter, pero también es un gran maestro, y ha confiado en mí, no debo ser desagradecida...
Ha sido lenta la enseñanza. La nuestra, la de todos. Preferíamos no verlo, no decirlo, masticarlo, llorar en el baño, tener pesadillas, pagar psicólogos, ver cómo afectaba eso a la relación con nuestras parejas, seguir adelante, trabajar, crecer, hacernos duras a base de hostias. Porque si nos daba por expresar que lo que sucedía no era normal y nos echaban, o acabábamos yéndonos de ese curro por hartazgo, ¿quién iba a querer trabajar con una mujer así, con esa biografía? Ésta es una de esas fulanas capaces de denunciar a un superior. A ésta lo que le pasa es que no soporta la crítica. Es una insolente. Ésta es una desagradecida. Ésta es una cortarrollos. Una estrecha. Una feminista de esas. Una sindicalista. Cuidado con esta pájara, macho. Ésta un día nos la lía.
Sólo ahora empezamos a sentirnos escuchadas y avaladas, y eso facilita la detonación.
Habíamos enterrado tanto, durante tantos años, que esto había dejado de ser corrección política para ser arqueología.
Si alguien me toca el culo en 2022, ¿puedo sentirme ofendida en 2023? La respuesta es: por supuesto. Y en 2040. Y hasta el día de mi muerte. La ofensa existió desde el principio, sólo que con el tiempo (por la edad, la experiencia, la militancia, la reflexión, el cambio de valores sociales, la propia fuerza profesional, la autonomía, la emancipación y el derecho adquirido de ser desagradable cuando la situación lo merezca) has podido calibrarlo. Has podido tejer tus umbrales. Y la sociedad ha marcado más dignamente los suyos (como cuando se empezó a reconocer que dentro de la pareja y dentro del matrimonio el delito de violación es posible: hasta no hace tanto esto iba de "es mi mujer y me acuesto con ella cuando quiero").
Ahora has visto, luminosa, diáfanamente, que te dolía el estómago y te ruborizabas y dormías mal y te hacías diminuta y tenías miedo y te amoldabas y pedías perdón casi por existir y renunciabas a tu carácter y mutabas en servil soldado porque te estaban maltratando, me da igual que más o menos sutilmente. Ahora puedes escupir sobre el daño. Ahora puedes sumarlo a la pila, incorporarlo a la bola de cera de tu currículum sexista, terráquea, caliente, infladita de anécdotas.
La violencia a veces es abstracta, pero siempre deja huella. Es un trabajo aprender a leernos los surcos. Seguir sus miguitas de pan hacia el pasado, llegar a esa casa del horror donde nació todo y derribarle la puerta.
El machismo no prescribe. Ya les gustaría a ellos. Seguiremos sacándoos a la palestra.