Me acuerdo muy bien de aquel 27 de octubre de 2017 en que se votó la Declaración Unilateral de Independencia en el Parlamento Catalán. Fue un momento proustiano.
Dicen que todos los que fueron testigos de los atentados del 11-S podrían contar dónde estaban y qué hacían en ese momento. Cuando un hecho nos impacta quedan fijados en nuestra memoria todos los detalles del momento. La suma de esos recuerdos intensos que podemos oler y saborear son los que constituyen nuestra historia personal, los que cosen las hechuras de la identidad.
Aquel 27 de octubre recuerdo estar de pie delante de la televisión porque acabábamos de mudarnos y todavía no teníamos sofás en casa. Puse como pude el aparato encima de una de las cajas de cartón que inundaban la sala. Tenía prisa porque en unas horas empezarían mis clases de la tarde. Estaba anunciado que ese día se votaría la declaración de independencia de Cataluña y allí estaba yo, de pie, sin terminar de creer que estuviese viendo en directo un golpe de Estado como quien ve un reality.
Uno de los momentos que me estremeció fue cuando los 53 parlamentarios de Ciudadanos, Partido Popular y Partido Socialista Catalán abandonaron el hemiciclo. Las cámaras en la calle grababan a la multitud enardecida, y dentro se humillaba a los partidos constitucionalistas sin pudor.
Las palabras del presidente de la asamblea anunciando que se pasaba a aprobar la Ley Fundacional de la República y el efusivo aplauso de los que quedaban en la sala me resultó tremendamente violento. No importaba que segundos después se suspendiese el acto aprobado y se dejase sin efectos. La teatralización del gesto era suficiente. La política son símbolos y allí ya se había representado lo importante. A nivel político no se podía infringir mayor afrenta. Era mucho más que un ensayo, era la consumación de la violencia en las instituciones, que es la peor de las violencias. Recuerdo que llegué alterado a clase y que me costó mucho dar la lección.
Me venían a la memoria los relatos de mis padres del ya lejano 23-F. Ellos también recordaban qué hacían en aquel momento en que se cortó la música en la radio del coche y empezaron las marchas militares. La llamada de mi abuelo a mi madre en cuanto pudo contactar con ella para decirle que no saliese de casa, la carta de ajuste en la televisión y dónde se quedaron esperando noticias.
La genialidad de Proust es que mostró literariamente que es la memoria la que mata al relato, y no el dato. La política también tiene sus momentos proustianos. Es la fijación en la memoria de una imagen evocada por el olor, el sonido o la violencia de un instante. No es el recuerdo racionalizado y relatado, sino la recreación de un ambiente. La razón política es un álbum con imágenes y la memoria histórica la suma de esos momentos proustianos. Todos tenemos los nuestros y son inviolables.
Parece que todo da igual en esta época sentimental, y que la velocidad de los acontecimientos nos hace olvidarlo todo. Pero no es cierto. Yolanda Díaz se ha comportado como si estuviese ante un lector desmemoriado. No parece ser consciente de que su entrevista pública con el prófugo de Waterloo choca violentamente contra una de las estampas proustianas más intensas de nuestra historia reciente.
Se puede rehacer el relato todo lo que se quiera. Pero la literatura nos ha enseñado que con la memoria es mejor no hacer trampas porque, como la tristeza, siempre acaba saliendo a flote.