Pocas decisiones pueden resultar más reprobables, y también más extrañas, que asesinar a quien has amado. Sin embargo, este tipo de crímenes, tan atroces como misteriosos, suceden más habitualmente de lo que pensamos.
De este espacio convendría excluir a quienes incurren en violencia de género. Porque cuando los futuros asesinos machistas sostienen que aman a sus compañeras, eso no es cierto.
Se trata solo de una manifestación de algo que apenas se parece levemente al amor y que, desde luego, subraya emociones forzosamente distantes del mismo. Ese apego que acaba en odio y que se materializa en un crimen de género nunca fue parte, ni siquiera lejanamente, de un amor genuino.
En un contexto utópico, que en alguna ocasión nos asalten las ganas de que desaparezca nuestra pareja no resulta algo tan excepcional. Ocurre, a veces, porque, en ese marco imaginativo las fantasías ocupan una parte de nuestros deseos ocultos. En realidad, nunca le provocaríamos el menor daño, pero puede que la sensación de que mágicamente no exista se cuele por alguna rendija del parloteo constante y complejo que aturde la mente.
Algo así como cuando, en ocasiones, esperando en una estación ferroviaria, instantes antes de pasar el tren uno especula: ¿y si…? Después, por supuesto, la sensación se evapora, la vida sigue y los problemas, y también los momentos de paz, continúan. Al menos, afortunadamente, eso es lo que ocurre casi siempre.
También hay ocasiones en las que conseguimos, con una actitud desafortunada, o bien con hechos evidentes, merecernos que nuestras parejas acaben con nosotros. O casi. Pero por fortuna, no lo hacen.
En el mundo real, el trayecto de estos pensamientos o de sus emociones dista un abismo de realmente acabar con tu mayor cómplice en la vida. Ese camino se convierte en uno inexpugnable que las personas (más o menos) sanas ni vislumbramos, más allá del fogonazo imaginario e imposible antes mencionado.
Otros individuos, algunos de ellos también aparentemente sanos, al menos desde algún punto de vista, sí escapan de la fantasía. Y materializan ese misterioso afán, ese extraño deseo, convirtiéndose en asesinos.
Eso hizo Rosa Peral, quien junto a su amante Albert López asesinó en 2017 a Pedro Rodríguez. Los dos primeros fueron condenados a 25 y 20 años de prisión, respectivamente, por el Tribunal Supremo.
Esta historia de guardias urbanos adquiere ahora una dimensión pública insólita gracias a la serie de Netflix que protagonizan Úrsula Corberó y Quim Gutiérrez. Y gracias, también, a los intentos de Peral de impedir que se difunda su historia a través de la plataforma de entretenimiento.
En las fotos conjuntas, al menos en algunas de las más conocidas, Pedro Rodríguez aparece feliz junto a Peral sin, posiblemente, sospechar que ella sería capaz de matarlo.
Jean-Claude Romand también se asoma al mundo, contento, en diversas imágenes junto a su mujer Florence y sus hijos Caroline y Antoine, de 7 y 5 años. Pero, tras casi dos décadas de mentiras sobre quién era, los mató a todos, y también a sus propios padres. Romand no podía tolerar que su familia supiera la verdad sobre sí mismo.
Esta historia sobre quien fingía ser un médico brillante que trabajaba en la OMS, aunque nunca pasó de segundo de Medicina, sirvió a Emmanuel Carrere para escribir su excelente obra El Adversario (Anagrama, 2000).
Peral y Romand no vivieron lo mismo, pero sí mataron, ambos, a quienes en otro tiempo habían querido. El laberinto neuronal detrás de semejante decisión rezuma oscuridad y también sufrimiento. No solo el que causaron a los demás. También el que les azotó a ellos mismos con esa decisión miserable y extraña de asesinar a alguien a quien creían haber amado.