A los señores que se quejan de que ya no se puede decir nada normalmente les responden señalando el micrófono frente al que hablan. Ahí están, parloteando en prime time o dando una rueda de prensa en un hotel de cinco estrellas. O produciendo titulares porque acaban de publicar un libro. U opinando frente a las cámaras de la mañana sobre el ciclo vital del caracol cerion nanus tras haberse escandalizado por los cuernos de un actor o un atraco a mano armada en un pueblo al este de Álava.
Se les recuerda que están soltando las chorradas que les plazcan sin que nadie los arrastre a la cárcel o les lance un huevo podrido a la cabeza.
El revuelo que provocan sus declaraciones, contestan quienes responden a la protesta del señor microfonado, no son un novedosísimo formato de censura, no se trata de un nuevo método de silenciamiento. Ahora todos hablamos. El público responde de inmediato. Este jaleíto solo es la consecuencia de sus palabras. Los tiempos han cambiado.
Los mecanismos de control social que nos damos no son siempre físicos. No siempre se tocan. No siempre nos pueden aporrear el muslo si prendemos fuego al mobiliario compartido. No siempre se miran de reojo en la cola del aeropuerto. Se marcan los valores con un juego de aplausos, gritos y omisiones. Abucheo o celebración.
El sintagma "cultura de la cancelación", no obstante, se ha recubierto en Estados Unidos o en España de connotaciones conservadoras. Se acusa de pertenecer a cierta derecha revoltosa a quienquiera que saque la carta de la falta de libertad de expresión.
En Nigeria, apunta la catedrática inglesa Pippa Norris, el dedito cambia de dirección. Allí es la izquierda la que percibe que una opinión mal recibida puede lanzar un nombre a la trituradora social. Los académicos, apunta la politóloga británica, están menos dispuestos a hablar en público si sienten que sus valores morales no coinciden con los de sus compañeros o con los del resto de la sociedad. El silencio se atornilla en la incertidumbre, en la sospecha de que una opinión provocará la pérdida de control sobre uno mismo. De que las consecuencias, en el fondo, no merecerán la pena. La disidencia, así, se evapora.
Pero si los valores se vuelven a reformular, como tiende a suceder, la espiral del silencio caerá del otro lado. Será la izquierda, en las sociedades ahora progresistas, la que no podrá revolverse sin sentirse asfixiada. Será entonces la derecha, en las ahora tradicionalistas, la que se notará ahogada.
Mientras tanto, las empresas medianas y las compañías grandes continuarán haciendo lo que mejor se les da: adaptarse a la sensibilidad de turno para que sus ventas sobrevivan, haciendo ver al público que no le quieren vender unas zapatillas deportivas, un equipo de fútbol o un colorete rosa fresa, sino una identidad moral. Ejecutando sin criterio lo que creen que deben hacer para complacer al sentir que en su juvenil y dinámico gabinete de comunicación consideran popular. Despojando a cualquier movimiento social de su elemento combativo y empaquetándolo, esterilizado, ya sin espinas, listo para consumir.
Al CEO de turno qué más le dará. Hay que controlar la crisis reputacional. Que hagan lo que tengan que hacer, lo que sea, pero que lo hagan ya. La revuelta se aplaca con la medida más contundente y sonora de la carpeta. Aquí somos implacables con [rellenar].
El valor no es lo que conduce a uno a practicar paracaidismo. Arriesgar la vida por un entretenimiento, un deporte o un arte no encarna en cuerpo alguno la valentía, que surge sólo cuando quien actúa combate su propio instinto de conservación para defender un bien común o salvar otra vida. Para que una sociedad crezca oxigenada, el conservador y el progresista deben proteger la existencia del que consideran su opuesto.
Si no me equivoco, Alfonso Pérez ha afirmado que las jugadoras de fútbol no cobran lo que los hombres porque no generan lo que ellos. Y ha sido entonces, ante lo que se ha juzgado como una justificación de una desigualdad salarial, cuando el Getafe ha decidido rebautizar su estadio. En vez de su nombre, llevará el de Coliseum.
Tal vez ha llegado el momento de hacerme con unos viales de Ozempic y orquestar la huelga de hambre que siempre he querido hacer: desde mis mil seguidores de Instagram, exijo cobrar, como María Pombo, con sus más de tres millones de followers, varios miles de euros por subir una story.
Yo, en cualquier caso, no sé quién en sus cabales querría ver con su nombre un estadio o una calle, acabar convertido en una cosa, en un lugar, en un sitio que los perros riegan de pipí y al que los mendrugos escupen mocos después del segundo café con leche de la mañana.
El presidente bajo cuyo mandato se aprobó la ley de fugas tiene una calle en casi cualquier ciudad de España. No hay nobleza ni bien en lograr convertirse en una ubicación. Lo único que querría yo con mi nombre es una cuenta bancaria. La de, a ser posible, Elon Musk.