Este lunes murió Indi Gregory, una bebé de ocho meses con una rara enfermedad mitocondrial a la que le fue retirada la respiración asistida que la mantenía con vida. Se hizo por orden de un juez británico, que alegó que su muerte "respondía al interés superior del menor".

La muerte de la niña era "lo mejor" para ella. La muerte como servicio. La muerte para una niña. Cuando las paradojas son tan brutalmente descarnadas nos ponen ante un espejo en el que salen a la luz todas las miserias de nuestra sociedad

Indi Gregory ha fallecido porque un hospital británico dijo que ya no podía hacer nada más por ella. Indi Gregory ha fallecido en contra de la voluntad de sus padres, que querían seguir luchando por su vida. Indi Gregory ha fallecido porque un juez ha ignorado que un hospital italiano especialista estaba dispuesto a acogerla y a tratarla.

Indi Gregory ha fallecido porque el Estado ha fracasado a la hora de distinguir entre la autoridad médica y la autoridad moral

Indi Gregory ha fallecido, en definitiva, porque el Estado avanza imparable en la sustitución del rol de los padres y les niega la libertad que deriva, no del derecho, sino de la responsabilidad que han adquirido hacia sus hijos.

El gobierno de Giorgia Meloni le concedió a la pequeña la nacionalidad italiana para que fuera trasladada al hospital infantil del Vaticano, en Roma. Desde el centro aseguraban que podían tratar a la niña. 

Pero, ¡ay!, la arrogancia. "No hay nada que sugiera que el pronóstico de Indi Gregory cambiaría en modo positivo por el tratamiento en un hospital italiano", afirmó el tribunal. 

Y, por supuesto, no bastaba con decirlo. Había que imponerlo. Reino Unido podría haberse limitado a lavarse las manos en el caso de Indi. Probablemente, los médicos que aseguran que no pueden hacer nada por ella lo piensan en conciencia.

Pero lo que es un atropello inasumible es que no concedieran a los padres la oportunidad de buscar alternativas en otro lado.

Porque quizá no había nada que sugiriera que su hija iba a mejorar. Pero tampoco había nada que indicara lo contrario. Además, incurable no es sinónimo de intratable

Y es cierto que existen situaciones en las que vivir puede hacerse insoportable. Pero aquí había unos padres luchando porque lo que les parecía insoportable era no intentarlo todo.

Los médicos tienen el deber de diagnosticar y recomendar. Pero, como bien saben muchas mujeres embarazadas que han recibido diagnósticos sobre las enfermedades del bebé que esperan, no son infalibles. 

Por eso, sus afirmaciones tienen que ser tenidas en cuenta como lo que son: palabras de expertos en medicina. Pero también como lo que no son. Porque un médico puede acertar (o no) con su pronóstico sobre la vida humana. Pero jamás puede ni debe decidir si esa vida merece la pena ser vivida

Pero para los que ven la vida como un tiempo que ha de dedicarse a exclusivamente a la realización personal, la esperanza no cuenta.

Creer que la vida y la dignidad humana tienen un valor absoluto, sin condicionantes, es una postura muy exigente. Significa que hay que poner todos los medios al servicio de que esa vida sea preservada con su dignidad intacta. Y significa que a esa dignidad no se le pueden poner condiciones. 

Cuando reducimos la dignidad de la persona a su capacidad productiva, a su calendario de vida, al nivel de autonomía que es capaz de alcanzar, al dinero que le cuesta al Estado, acabamos defendiendo que dejar morir es el mayor servicio que le podemos a hacer a un bebé. Tanto progreso para esto.

Lo más probable es que Indi Gregory hubiera muerto antes o después, aunque hubiese sido trasladada a un hospital italiano.

Sin embargo, es innegable que, para la familia, saber que todo el mundo ha hecho por su hija todo lo posible habría sido una experiencia radicalmente diferente a la que han vivido

Y eso, por mucha sentencia judicial que no supiera reconocerlo, tiene un valor en sí mismo. La vida siempre merece la pena. Y las muertes que no pierden de vista esa máxima, también.