Pedro Sánchez lo ha vuelto a hacer. Era más difícil que antes, un más-difícil-todavía circense. Y, sin embargo, 116 días después de aquella calurosa noche electoral de julio, Sánchez ya es presidente.
El líder socialista ha logrado además algo insólito. En un contexto claramente más comprometido, ha logrado más apoyos que en la investidura de la legislatura previa: hasta una docena de "síes" más que hace cuatro años.
Una proeza. Sobre todo si tenemos en cuenta que Sánchez partía de un proceso electoral, el municipal, que hizo estallar el poder territorial de su partido, tiñendo el mapa político de azul.
Tras las municipales, los conservadores recordaban aquel anhelado verano azul de varias temporadas en televisión. Ahora, han descubierto cómo, tras el período estival, todo se ha transformado en una tormenta negra que engulle cualquier cosa que huela a PP.
Sánchez siempre tiene un as en la manga. Sobrevivió a la expulsión de su partido y ya ha conseguido un segundo mandato. Algo debe de tener (eso seguro) que lo hace indestructible. La resiliencia y la habilidad, desde luego, hay que concedérselas.
Carles Puigdemont, su socio, no es menos brillante. El político catalán convocó un referéndum en Cataluña que parecía más un juego hostil y arriesgado que otra cosa, y consiguió que el rey pronunciara por vez primera un discurso en todas las pantallas de la nación. Un discurso que en absoluto era navideño.
Puigdemont había promulgado la independencia catalana para luego suspenderla y evadir el país de puntillas. Se instaló en Waterloo y ahí lleva, sin pisar la cárcel (como sí hizo Oriol Junqueras, el líder de ERC) ni enfrentar sus evidentes transgresiones legales, como sí hicieron sus compañeros de aventura catalanes.
Sin duda, dos tipos tan brillantes uniendo fuerzas en un objetivo común pueden resultar imbatibles, como acaban de demostrar en el lugar donde habita, o quizá habitaba, la soberanía popular.
Tal vez por eso, y no por otra cosa, nuestro presidente se reía a carcajadas cuando se burló de Alberto Núñez Feijóo en el Congreso, quien había dicho que no era presidente "porque no quería". El débil argumento del gallego dolió a la bancada popular cuando Sánchez se carcajeó de la ocurrencia y, con toda bravuconería, se rio de él delante de todos los españoles.
En el Congreso se aceptan las ironías más o menos inteligentes y se convive con insultos disimulados. Pero habría que rechazar los intentos de humillación que se acercan al bullying. En todo caso, esas carcajadas quizá algún día le cuesten caro al presidente. El karma, bien lo sabemos todos, no se detiene.
El brío de dos tipos muy listos, sí, y con mucho poder, tirando de España cada uno en una dirección diferente, no puede concluir más que en el escenario de una España de harapos. Un país, este, que se transforma a una velocidad de vértigo en medio de un contexto constitucional que también se estira en trayectorias aún por ver.
Semejante imagen no puede dejar tranquilo a nadie, más que a quien mantiene el sillón en la Moncloa. Más que a quien consigue, al fin, eludir la justicia y regresar a Barcelona convertido en algo parecido a un titán.
Los héroes, está claro, ya no son lo que eran.