Hace unas semanas vi por fin Argentina, 1985. Sí: las películas siguen ahí, en el muestrario de la plataforma, meses después de disiparse su protagonismo en la conversación pública.
No es la obra maestra que muchos señalaron entonces, pero sí un thriller judicial-político muy notable. Ricardo Darín está espléndido y el conjunto, a veces un poco descompensado en otros aspectos, tiene las dosis justas de épica y de emotividad.
Ya desde su primera proyección en el Festival de Venecia, la prensa especializada española utilizó la cinta como pretexto para una proclama política.
No era una nueva, pero sí se vio amplificada como pocas veces antes aquellos meses. El mejor ejemplo se produjo en la última ceremonia de entrega de los Premios Goya. Esto dijo el periodista –prestigiosísimo y de gran reconocimiento dentro del gremio- designado para comentar en off la concesión de cada galardón cuando la película de Santiago Mitre fue distinguida como la mejor del ámbito iberoamericano:
"Ay, Argentina 1985. Qué envidia se siente al ver esta película. Al ver al dictador juzgado y condenado y no muriendo en una cama".
Aplauso unánime en los foros habituales. Un clavo más en el ataúd de la Transición. Total, qué más da. Pero por aquí se abre una vía que creemos merece un comentario específico.
La comparación entre Argentina y España no se sostiene porque falta el elemento fundamental. Es el mismo que explica la Historia de nuestro país de la mayor parte del siglo XX. La Guerra Civil Española.
La longevidad de la dictadura de Francisco Franco no se comprende sin el politraumatismo que este conflicto bélico entre habitantes del mismo país, entre miembros de las mismas familias, ocasiona en el conjunto de la sociedad, más allá de cuál fuera su grado de simpatía por el tirano.
De ahí que resulte un tanto irritante que las generaciones posteriores tengan ese desdén de smartphone y sofá por sus abuelos y bisabuelos. Tanto hashtag "salud mental" y tanta llamada a la empatía para ser incapaces de ver el pasado a través de los ojos de aquellos que padecieron tres años, tres, de combate armado entre vecinos.
Con todo aquel horror metido en la mochila, quizá pueda entenderse que las pocas ganas que quedaran se emplearan en sobrevivir y sacar adelante a las propias familias, antes que llevar a cabo ninguna acción que conllevara el riesgo de volver a la trinchera.
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Por eso, hoy hace 48 años murió en la cama, sí, el último de los golpistas de 1936 al que se podía haber juzgado à la argentina.
Por eso, además de por la represión salvaje y más allá del maquis que en realidad prorrogaba la propia contienda, no hay revueltas significativas contra el régimen hasta mediada ya la década de los 50. Los protagonistas son aquellos que entonces no eran más que bebés o ni siquiera habían nacido.
Son el peso de la guerra pasada y el temor a la posible guerra futura los que guían todos y cada uno de los pasos dados durante el proceso de Transición.
Es curioso tener que recordarlo hoy. De un lado, el argumentario oficial llama a no pensar tanto en la amnistía, porque a fin de cuentas no resuelve los problemas cotidianos. Del otro, la memoria de los centenares de miles de españoles que padecieron el exilio es pisoteada por el número tres del PSOE, que otorga esa condición al mero prófugo de la Justicia que ha permitido ya la reelección de su jefe.
Viendo Argentina, 1985 me sobresaltó un pasaje por su paralelismo con la actualidad española. Es en la secuencia en la que el joven adjunto del fiscal Strassera, Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani), es entrevistado en la tele. Dice:
"Lo que pasa es que yo soy abogado. Y mi obsesión es la ley. Y no puedo permitir que el que la rompa salga indemne".
Mira tú por dónde, esto no lo recuerdan tanto.