Yo me pasaría la vida en los pitis del principio, en ese momento liviano y misterioso donde todo es posible y la vida sale a recibirte.

Luego jamás se regresa ahí, al instante luminoso del juego iniciático: a la era del tonteo, a la era del no reproche. Estábamos muy guapos cuando éramos un poco amigos y un poco otra cosa, una cosa brillante y caliente y sucia que daba placer y vértigo al mismo tiempo; y nos desafiábamos porque sí y nos desencontrábamos tozudamente para al final ir a parar al instante de siempre, el de los ojos clavados entre el humo. 

Lo pienso cuando veo en las fotos a Rosalía y Jeremy Allen White. Pienso que la felicidad es eso, lavarse el pelo y dejarlo secar al aire, sin plancharlo, vestir cómodamente con sudaderas gigantes, vagabundear con la persona favorita, no pretender ser muy guapo, no pretender tener estilo, no intentar siquiera resultar inteligente (de hecho, ser un poco vulgar y disfrutar de parecerlo).

Descansar de los demás, descansar de uno mismo (de nuestro ego, de nuestra versión invencible). Ir de la mano o no, soltarse y abrazarse con ligereza, o, como decía León Felipe, "ser sólo romero / que no hagan callo las cosas / ni en el alma ni en el cuerpo / pasar por todo una vez / una vez sólo, y ligero...". Estar, alejarse, dudar del mañana pero quedarse en la órbita. Chocar una zapa con la zapa del otro. Me gustas en este minuto de esta edad, no pidas tanto, así está bien, ¿cómo podría, de todos modos, asegurarte el siguiente? ¿No es suficiente este minuto tan largo que ya dura dos veranos? 

Abrir una cajetilla. Usar los mismos recursos que hace siglos para seguir trenzando la complicidad con el otro: "¿Vamos a fumar?", "tengo que pedir un piti", "no, no, te lo dejo yo", "¿quieres fuego?", "cuéntame", "¿por dónde íbamos?", "¿qué me estabas diciendo?", "¿tienes frío?", "¿fumamos otro?", "¿éste a medias?", y cuando se llegue a esta última pregunta saber que es posible el beso. Saber que el beso se está acercando, galopante y lento. 

No hay nada como conocer a alguien y estar muerto por hablarlo todo, por pasearlo todo, por quemarlo todo: el pasado, el futuro, los libros subrayados a boli, una mañana de sol y frío en el museo, las noches raras mirando al techo, la respiración de loba enferma, una caja de música, un parecido creciente a lo que odié de niña, las cosas que tendimos con pinzas, el domingo que almorcé sopa en una taberna debajo de tu casa sin saber aún que era tu casa, todas las veces que rezamos entre dientes para convertirnos súbitamente en otras (mujeres distintas a las que la vida les atravesara menos), pero al final asumimos que sólo sabíamos ser ésta, la que no puede descolgarse como un teléfono, la que entiende que la pausa es información, la que fuma contigo en la puerta de los bares del mundo.

Todo es nuevo, todo arranca. Una es jovencísima otra vez a tiempo completo cuando sale del bar a fumar con alguien que le gusta y le vienen mil ideas que comentar mientras camina de la silla a la puerta. Una es jovencísima cuando se atropella. Una es jovencísima cuando tiene cien preguntas trepándole por el estómago. Una es jovencísima cuando siente que no tendrá tiempo de hacerlas, que debería dejar el trabajo, a su familia, a sus amigos, y dedicarse cuidadosamente a destriparlas, a resolverlas. 

El humo tiene eso: que hace que todo parezca un sueño o un delirio o la puerta a algo mejor, quizá a la esperanza núbil y fundamental. El cigarro tiene eso: que es, sobre todo, una excusa para que los muchachos tonteemos y nos contemos los secretos que conseguirán que un día nos echemos de menos, que un día futuro nos hagamos daño.