Cada vez que se anuncia una nueva revalorización de las pensiones, a más de uno le entra un tic nervioso en el ojo.
Generalmente, suele tratarse de un joven. Un joven profesional. Un joven que, después de sobreponerse a su tic pero aún exasperado, tiene ganas de pegarle una patada a una lata y gritarle al Gobierno y a los pensionistas, y a todo aquel que quiera escuchar, que qué pasa con él.
Que dónde están su casa y su trabajo y su coche.
Que dónde quedó esa vida que le habían prometido, esa vida que llegaría con esfuerzo, con echarle ganas, con trabajar duro. Esa vida que, con estos mismos ingredientes, sí se les presentó a quienes le precedieron.
Tal vez, esa vida se perdió en la crisis de las puntocom. O en la del 2008. O, puede ser, en la recesión provocada por el coronavirus. Quién sabe.
Lo que sí sabemos es que el Gobierno ha anunciado esta semana para 2024 un incremento de las pensiones contributivas del 3,8%, y un incremento aún mayor para las pensiones mínimas y no contributivas.
Una subida que, según la ministra de Inclusión y Seguridad Social, Elma Saiz, garantiza el poder adquisitivo de los pensionistas. Una decisión que les da certeza y seguridad. Una revalorización que lanza un mensaje de tranquilidad y de garantía.
Y aunque uno no entienda mucho de Economía, ni de pensiones, puede sobreentender con bastante tino lo que esta medida implica: más dinero para el único grupo demográfico cuyo poder adquisitivo lleva creciendo veinte años. ¿Qué pasa con la tranquilidad y seguridad de los demás?
Cuando leo que los jóvenes ya no consideramos comprar un coche, porque nos es más útil el carsharing, o que no tenemos una casa, porque preferimos la flexibilidad que permite el coliving, me entra un dolor sordo en la sien.
Porque estas no son decisiones basadas en la preferencia, sino en la necesidad. Formas de vida impuestas por las condiciones que otros han guisado para nosotros.
Esto no viene a decir que no se deberían revalorizar las pensiones o procurar mejorar la situación de nuestros mayores. Pero tener que acudir a tus padres o abuelos, porque con lo que ganas no te da para llegar a fin de mes, es una clara muestra de cómo se está errando en el diagnóstico de quién está cojeando y necesita un brazo en el que apoyarse.
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O, lo que es peor, se sabe, pero es irrelevante. Porque resulta llamativo que las políticas públicas se centren tanto en los mayores de 65 años, cuando tienen a unos menores de 35 ampliamente dependientes.
Pero entonces se ven las cifras de población, la capacidad electoral. La cantidad de votos. Y empiezan a salir las cuentas. A nivel de gestión política, los jóvenes nos hemos convertido en un colectivo nimio, en actores insignificantes. Y quien diga que nos quejamos por vicio es porque no quiere ver ni las cifras ni la realidad.
En una charla a la que asistí hace un tiempo, el ponente preguntó a los asistentes, en su gran mayoría jóvenes profesionales, quiénes pensaban que iban a vivir peor que sus padres. Sin ningún titubeo, casi todas las manos, si no todas, se alzaron.
Después de unos segundos de silencio, el ponente hizo una segunda pregunta: quiénes de los allí presentes creían que merecían vivir mejor que sus padres. Ninguna mano se movió del regazo.
Y es aquí donde está el quid de la cuestión. Porque no nos merecemos vivir mejor que nuestros padres, como tampoco ellos se merecían vivir mejor que los suyos.
Pero tampoco nos merecemos vivir peor que todos ellos. Y, sin embargo…