Ya me he peleado con unos cuantos amigos a propósito de Saltburn (Amazon Prime), la última de Emerald Fennell, y pretendo seguir buscando camorrita morbosa con el tema.
Para empezar, y ya se lo aviso a ustedes, porque este artículo estará lleno de espóilers.
Me fascina que el filme genere esos debates levantiscos allá en Twitter y en los bares, donde todo dios la ha visto. Esto sólo confirma que es retadora e inteligente, que sabe pulsar las teclas irritables de los meapilas y los esnobs culturales.
Esos que creen, no tan secretamente, que para que una película sea prestigiosa también tiene que ser inaccesible, áspera o lenta. Esos que se ponen frente a la pantalla con la intención de abroncar al director, de explicarle cómo se rueda o cómo se vive. Digamos que si no se sienten más listos que el cineasta no exprimen la experiencia completa.
En fin, a mí me ha fascinado Saltburn. Y algo mejor, se me ha hecho grande dentro. Ha crecido en mí. Me ha vuelto a la cabeza una y otra vez, como pasa después de las citas memorables. Te visitan el cerebro como una bandada de pájaros azules dispuestos a aletearte por la zona pulmonar y a hacerte rajitas por dentro.
Bien, una pequeña sinopsis. En Saltburn, Oliver es un chaval raro, solitario, precario y brillante que llega becado a la Universidad de Oxford. Allí se engorila con Felix, un compañero aristócrata, encantador, narcisista y magnético, uno de esos tipos arrolladores desde su elegantísimo desinterés por todo, desde su forma fluvial y sencilla de ser guapo y amado sin el más mínimo esfuerzo.
Poco a poco, Oliver va entrando en la vida de Felix aupado por su condición de desgraciado que necesita mimo y nido. Así conoce Saltburn, la impactante casa familiar, una vieja mansión con aire de castillo encantado donde el dolor no es posible y la vida es como un verano largo leyendo al sol en bata y desayunando tus huevos preferidos.
Aquí cinco claves de la película (no tan obvias) para paladearla mejor.
***
1. Yo elijo defender Saltburn porque, de entrada, me gusta cómo plantea los límites difusos entre enamorarte de alguien, querer ser esa persona y odiarle. ¿Son tres experiencias distintas, son consecutivas, son simultáneas? ¿Son sólo tentáculos de lo mismo, de un animal mucho más grande, oscuro, caliente y terco que se llama "deseo"?
Entiendo que en el caso homosexual este sentimiento será aún más sangrante porque te es más fácil identificarte con el objeto de tu deseo. Tiene sentido que un hombre ame al hombre que quiere ser o al que ya no va a poder ser nunca, porque acercarse a él o tentarlo es una forma de arañar el espejo de la identidad frustrada. De estar más cerca del sueño abortado de uno mismo.
La verdad es que el sexo es perfecto para apagar obsesiones, para menguarlas o dominarlas, porque tiene eso de posesión momentánea. Es un triunfo simbólico, va de cazar lo deseado y atraparlo un rato en un tarro, como una mariposa salvaje y vacilona. Va de domesticarlo, de decirle "de mí ya no te ríes más".
Por eso Oliver camela a Felix. Porque le está cercando para ser él. Porque le está poniendo la correa para suplantarle.
Amar es aplastar.
Amar es decirle a alguien "me gusta tu vida". Odiarle es casi lo mismo.
***
2. Saltburn cuenta que la pasividad es poderosa. Que la sumisión, a menudo, es sólo aparente; que nunca ha dejado de ser retorcida, psicológica. El sometido es el amo secreto.
Cuando alguien acaricia un caballo es para montarlo.
Oliver, en su estratagema para ir conquistando la casa con sus huéspedes, además de hacerse el bendito, el huérfano y el pobre (es decir, además de poner de manifiesto que la víctima es el héroe de nuestro tiempo, quien tiene realmente posibilidades de ser premiado y revestido de laureles) se dedica a someterse sexualmente a unos y a otros.
Lo hace primero con la hermana de Felix cuando le practica sexo oral en el jardín, sin importarle que menstrúe. "Soy un vampiro", dice, y es una promesa. Aunque sea él quien está de rodillas, en esa escena se ve claramente que quien se ha rendido ahí es ella. Quien se deja ir es ella. Quien se debilita es ella.
Más tarde, Oliver hará que se corte las venas en la bañera y muera sumergida en esa misma sangre que él lamió.
Se someterá también a Farleigh, el primo de Felix, cuando le asalte una noche en su cama y elija ser sodomizado por él. Creo que esa es la clave de su plan: dominar fingiéndose el dominado, pero nunca, nunca, dejar de elegir.
La trufa vendrá cuando seduzca a Elpesh Catton, la madre de Felix, y la engatuse y guíe a su manera hasta tenerla agonizando en una cama, conectada a mil tubos. Ahí vemos de nuevo el gesto clave de Oliver, el sumiso estrella. Le quitará las sábanas y colocará su barbilla a la altura de su sexo, haciéndonos ver que con ella repitió el patrón.
¿Quién es el único al que no ha conseguido llevar al huerto? Claro: Felix. En realidad, el poder de Felix no residía realmente en su belleza, ni en su dinero, ni en su familia, sino en su capacidad para decir que no.
Muerto ya, en la tumba, Oliver le llora, rabioso, y se baja los pantalones para penetrar la tierra en la que duerme para siempre su amigo más fatal. Es el único momento donde es activo. Y es el único momento donde claudica de verdad.
Pienso en el poema de Rilke: "Lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar. Y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente, rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible".
3. La ambición no tiene preferencias sexuales. La ambición es cambiante, bisexual, queer. Mercenaria, también. La ambición desea al que tenga más poder, y por eso es irrelevante que sea hombre o mujer.
La película nunca es rancia, nunca llega a hablar de orientaciones sexuales. Todo es posible al mismo tiempo en Saltburn. Todos se desean entre sí, todos juegan entre sí al péndulo en una danza macabra e infinita. El cuerpo es sólo una excusa, una cáscara. El sexo, realmente, iba de absorber el alma.
4. Saltburn nos pone el espejo (toda ella es un baile estético de espejos, de personalidades poliédricas y caleidoscópicas) y nos dice "mirad, guapos: sois clasistas".
Eso es porque los jueguecitos pervertidos son algo que siempre hemos comprado en los ricos (ahí se entienden salvajes, transgresores, sexis, obscenamente placenteros), pero nos arrugan el gesto cuando son celebrados por los pobres (entonces, de alguna manera, sentimos que todo es fruto de la incultura, de la falta de modales, del dolor, del vicio bajo).
Sí, damos asco. Pero al menos lo detectamos.
Si uno es rico y es guapo puede hacer prácticamente cualquier cosa y que parezca divertida y no sórdida.
Si uno es rico y es guapo, la moralina le esquiva.
Pienso en la escena maravillosa de los trigales. Los bellísimos hermanos Catton le dicen a Oliver que la norma ahí es no llevar nada de ropa, retándole sensualmente. Juegan al trío incestuoso, al The Dreamers de Bertolucci. Compiten entre ellos por la nueva presa, por el nuevo chico, pero también se desean entre sí.
Por eso, en la escena del laberinto, al final de la fiesta, cuando Felix besa con hambre y clandestinidad a una chica, resulta rubia y con el pelo largo. Para hacernos dudar, durante un segundo, de que sea su propia hermana.
Ese verano leen Harry Potter y bromean sobre si Harry, Hermione y Ron hicieron orgías juntos. Esperan que sí. Si no, habrían sido muy tontos.
5. ¿Por qué Oliver revienta de un puñetazo el espejo del cuarto de baño por la noche y amanece arreglado? Ofrezco dos posibilidades: porque Saltburn es un paraíso sordo al dolor, a lo roto, a lo feo, a lo muerto. Saltburn es el "todo está bien" de los ricos. Es el apartar la mirada ante lo imperfecto, ante lo miserable, ante lo vulgar, ante lo desgarrador.
El rico exige ser feliz y se protege de lo lacerante de la vida. Lo niega. Lo vemos tras la muerte de Felix, cuando la familia se obliga a comer y a beber con normalidad, como si nada hubiese pasado, mientras unos hombres desplazan el cadáver del efebo pasando junto a la ventana. Cierran las cortinas rojas y todo se tiñe de este color. Más vino. Más vino.
Tiene sentido esta sensación arrebatadora de teatralidad, de exceso tragicómico, de hipérbole pasional. En realidad, nada de esto sucedió realmente en Saltburn. Nada es literal aquí. Todo es una oniria, un cuento, una fábula.
El espejo no se rompe porque la mansión, efectivamente, está hechizada. Saltburn camina entre Sueño de una noche de verano y Harry Potter (de ahí el laberinto del cuarto libro, al final del cual Cedric Diggory es sacrificado, exactamente como sucede aquí con Felix).
Esto nunca fue más que una historia de ángeles caídos, de hadas, vampiros y brujas. Lo respiramos en la última fiesta del verano, la de disfraces, la del cumpleaños de Oliver. Ahí es nuestro Puck, nuestro duende travieso que hechiza amorosamente a quien pille, el gamberro que disfruta de sus tropelías y las confusiones y dolores que genera.
Por eso la historia se resuelve como se resuelve, a brocha gorda, mágicamente. Por eso ninguno de los crímenes se investiga y Oliver sale triunfante. Es inverosímil porque es un cuento. Una fantasía de la rata, de la polilla soñadora. Una proyección. Los pobres siguen siendo pobres. Lo único que tienen en su poder es eso: delirios de grandeza.