La insólita abdicación de Margarita II de Dinamarca, que traspasó la titularidad de la Corona a su hijo Federico X el pasado domingo sin haber pasado antes por un féretro, "puede tener graves consecuencias para la familia real en el futuro", según ha escrito la periodista danesa Astrid Johanne Høg.
Vencido el tabú de la renuncia en la corona danesa, ¿qué permite descartar que no vaya a darse otra en el futuro? Dice Johanne Høg: "Si una reina o un rey pueden optar por no participar en esa tarea cuando lo consideran, abren la puerta a que el pueblo también se pueda plantear si es el sistema de representación que desean".
Por eso, a su juicio, "Dinamarca está un paso más cerca de convertirse en república".
Y es que la normalización de la figura de la abdicación (comprensible, por otro lado, en un mundo de dilatación de la esperanza de vida) entraña un peligro para la institución monárquica que no se hace evidente a primera vista. Se puede hablar ya de una tendencia al abandono que se ha instalado entre los monarcas del mundo: en los últimos veinte años se han jubilado los soberanos de Países Bajos, Bélgica, España, Japón, Luxemburgo, Liechtenstein, el Vaticano y Dinamarca.
Que a la monarquía le corresponde como protocolo de renovación la sucesión hereditaria, y no la designación electiva, está fuera de toda duda. Así es como queda intrincada la continuidad del reino con la pervivencia de la Corona y de la propia familia real.
Pero esta dimensión de garantía de transmisión, certidumbre y seguridad desde el pasado hacia el futuro no requiere sólo de la sucesión hereditaria, sino también del carácter vitalicio del reinado.
Y ello porque la dignidad del monarca no puede ser concebida como un simple cargo administrativo, sino como una encomienda cuasidivina.
Pero la normalización de la figura de la abdicación contribuye a diluir la idea de una potestad inconmensurable otorgada por una misión histórica. Una vez creado el precedente de la renuncia voluntaria, se da pie a empezar a ver la magistratura real como una profesión más.
Esto puede ser mortal para unas monarquías modernas ya bastante despojadas de majestad y emasculadas en su dimensión litúrgica bajo la austera configuración parlamentaria.
Al igual que la Iglesia posconciliar, los reyes han planteado su relación con el mundo moderno por la vía de la asimilación en lugar de perseverar en la anacrónica atemporalidad que constituye su razón de ser. Y así encontramos a monarcas y consortes pronunciándose a favor del vademécum progresista de la sostenibilidad y la inclusión, o tratando de cultivar una ordinaria campechanía.
Incluso en el marco liberal de una monarquía parlamentaria, la Corona no puede mimetizarse con la gramática del resto de instituciones. Porque su naturaleza es estar justamente por encima de ellas, en un plano distinto.
La monarquía representa la antítesis del ideario progresista hegemónico. Es un orden vertical, tradicional, conservador, religioso y hasta patriarcal. ¿Qué sentido tiene que los reyes se mundanicen para tratar de recabar adhesión de quienes nunca los van a apoyar? ¿No es absurdo querer modernizar y democratizar una institución por definición antidemocrática, a fuer de jerárquica, dinástica, personal y desigualitaria?
Es cierto que la monarquía es cada vez más ininteligible para nuestras coordenadas mentales modernas. Por eso algunas coronas parecen haber optado por ahormarse a esa cosmovisión. Pero se da la ironía de que, al aplebeyarse para hacerse comprensibles, quedan vaciadas de sentido, y por tanto acaban antojándose aún más innecesarias.
Para cumplir su cometido de simbolizar, a través de una cabeza que se identifica con la totalidad del cuerpo político, una realidad grande y solemne (la permanencia en la unidad de la comunidad política), el rey necesita ser venerable. Tiene que poder suscitar respeto y admiración. Y para ello debe estar revestido de un aura enigmática, arcaica, sacral. Como explica Ignacio Peyró, "para cortejar el afecto del pueblo, la monarquía debe mantener íntegra su aura de leyenda".
Nuestras sociedades son crecientemente incapaces de aclamar a un rey. Pero es posible hacer inteligible la mística de la Corona sin necesidad de disipar la vis inefable en la que se sustenta su auctoritas.
Un buen ejemplo de que se puede hacer comprensible lo ajeno sin que deje de serlo, de que cabe representar estéticamente una extrañeza de lo común, es la monarquía británica, que ha sabido mantener ese equilibrio entre el misterio y el fetiche popular. La corona inglesa no ha querido propiamente humanizarse, sino mostrarse como una semideidad que también participa de las vicisitudes y avatares de la domesticidad cotidiana.
Reuniendo el pop con la pompa, la Casa de Windsor se ha convertido en un objeto de merchandising y se ha hecho omnipresente en las revistas del corazón, al tiempo que conserva un halo de inaccesibilidad de familia aristocrática que genera fascinación.
En expresión de Walter Bagehot, la monarquía británica, con sus suntuosos ceremoniales (que a muchas almas simples se les indigestaron durante el colosal sepelio de Isabel II y la fastuosa coronación de Carlos III), ha sabido mantener la corona "escondida como un misterio" y a la vez "pasearla como en un desfile".
Y sobre esta dialéctica entre el desvelarse y el retirarse se cimienta la ascendencia del rey: debe poder ser amable (cercano) para provocar amor, pero también debe ser temible (distante) para inspirar reverencia.
Si, socavada por la habituación a las abdicaciones, la jefatura de Estado real llega a ser percibida como un mero puesto burocrático, ¿sobre qué base podrá reclamar el ejercicio de su poder moderador, que mana del hecho de no compartir la misma naturaleza que el resto de actores políticos? ¿Acaso es capaz de despertar una grandilocuente deferencia un secretario de Estado?
La Corona es un vestigio arcaico injertado precariamente en nuestros ordenamientos contemporáneos. Está bien que así sea y así debe seguir siendo. El imperativo de la "transparencia" seguido por las nuevas casas reales corre el riesgo de iluminar los arcanos y deshacer el encantamiento que obra sobre las pasiones del pueblo esa cercana lejanía.
Una monarquía es un elemento sui géneris dentro de un mundo de creciente homogeneización social y uniformización estética. Su única razón de ser es embellecer una política copada por la vulgaridad, para que los gobernados puedan intuir ideas trascendentes y más hondas que aquellas para las que los habilita el materialismo ambiental.
Y dada una institución cuyo fin es precisamente su inutilidad práctica, su estar al margen de la lógica funcionarial, ¿qué sentido tiene convertir al rey en un funcionario más que, si bien inamovible, puede renunciar a su condición?
Si las monarquías quieren sobrevivir en el marco de una sociedad crecientemente republicanizada, lo peor que pueden hacer es seguir ahondando en el absurdo paradigma de la "república coronada".