El tren comienza a achicar la velocidad y una turista la caza al vuelo. Enristra su móvil veloz, lo coloca en posición horizontal y pulsa el botón rojo. Por la pantalla corren tumbadas la llanura manchega, la antigua fábrica roja convertida en museo, la parroquia de Nuestra Señora de Gracia, las manos resquebrajadas del cerro de Santa Ana.
Cuando el Monumento al Minero se fuga de los píxeles, bloquea el teléfono. Ya han atravesado la estación de Puertollano y su hijo, que juega con una consola en forma de gato, le reclama atención. Quiere que le desenrosque un tubo de Pringles de jamón.
Si en el lugar en el que se subió al vagón ha cumplido con lo que se espera de ella, la viajera habrá desenvainado su teléfono ante los arbotantes y pináculos de la catedral, bajo los pies del Giraldillo, en los jardines y salones del Alcázar, en la plaza de España, en la orilla del Guadalquivir frente al puente de Triana, quizás en una callejuela blanca del barrio de Santa Cruz. En un par de días, si ha hecho lo que se podía esperar, habrá recorrido a pie la ciudad.
Habrá sido la suya una de las más de siete millones de noches, calcula Eurostat, que los extranjeros han llegado a pasar en Andalucía, la región de Europa que aglutina el mayor número de visitas turísticas de corta estancia.
Es este un turismo del flechazo. Un turismo de rollete, aquí te pillo aquí te mato, del que dispara las hormonas hasta los ojos y las convierte en anteojeras de forma que la enamorada no repare en las uñas negras del nuevo amante. Para que el visitante, medio cegado por el turquesa del cielo y arrobadito por haber comprobado que el sol de la ciudad también brilla bajo la madera, encajonado entero en el salón de Embajadores, no registre las franquicias que dentellan los bajos del casco histórico.
Extasiado por la yincana a la que ha escogido apuntarse durante día y medio, antes de regresar al tren y reanudar el juego unos kilómetros más allá, el turista se mostrará benévolo con los bares que musicotean con luces azules las esquinas de calles centenarias. Obviará las tiendas de bisutería barata frente a las que ya había paseado en Madrid, Córdoba o Segovia. Ignorará los puestos en los que los bocadillos de jamón enlazan España con Egipto, pirámides de cerdo en lonchas, y dejará que el aromilla de las almendras garrapiñadas que le pellizcó la nariz entre la Puerta del Sol y la Plaza Mayor cablee su recuerdo con el Patio de Banderas. España, para el de fuera, toda en una.
Pasada la Navidad, la Semana Santa, atravesado el verano, saltado un puente, esquivadas unas fiestas, en las ciudades como Sevilla las calles se desatascan. A diferencia de Madrid, que de viernes a domingo, cada semana del año, supura en su centro visitantes, desde aquí los turistas vuelven por donde han venido.
Por la calle de Santa Teresa se oyen de nuevo a las ces y a las eses serpentear por entre las paletas o estamparse en ellas. Y en Mateos Gago, comedor al aire universal, proveedor verdadero de la lengua de Babel, ya nadie se descorcha bajo la mesa las zapatillas de deporte.
La ciudad ha sido testigo del romance, ha observado desde el balcón el coqueteo, y ahora le toca recoger, de madrugada, los restos de la fiesta. A saber: un montón de tiendas de imanes y fundas para móviles, locales de cambio de moneda, heladerías que rizan las cremas sobre el cucurucho, tiendas de pasteles de nata, locales de pizza al corte y restaurantes colmados de steak tartar y torrijas rellenas de dulce de leche.
El centro, con sus figurantes extranjeros ahora replegados, se descubre algo huero, transformado aquí y allá en un supermercado de gasolinera que se esmera en satisfacer los antojos y resolver los contratiempos de quienes sólo están de paso y enamoriscados. O sea, dispuestos a clavarse la daga en el riñón y a moldearlo ellos mismos como moneda.
De norte a sur acaba, así, el país hecho todo uno. Las cadenas de franquicias estrechando una renovada unidad, esta vez sensible y estética, con los retazos de la historia monumental relegados como trastos de escenografía para autofotos.
Pero, gracias al cielo, no hay nada más duro que el cacumen español. Y como eso va por dentro, que no necesita cabeza que lo cobije, sólo aceite, sol y pan. Que, como una nariz, se hereda porque se respira, logrará el espíritu de las ciudades revolverse en defensa propia. Y que Málaga y Valencia, Sevilla y Bilbao, sean una por el pasado que les atraviesa la lengua y no por los fluorescentes que, de noche, junto a su catedral, relampaguean para señalizar máquinas expendedoras de color rosa y trasteros para maletas.
Escribió Zweig en El mundo de ayer que "todo lo que se olvida de la propia vida ya había sido condenado hacía mucho, por un instinto interior, a ser olvidado. Sólo lo que yo mismo quiero preservar tiene derecho a ser preservado para los otros".
El ingenio fundirá las luces saltarinas. Lo que ha resistido resistirá porque es en la verdad donde se abre el camino de la única forma terrena de la inmortalidad, de lo que fue, es y será. Belleza y verdad, afinó Dickinson, "las dos son una". Y en la esquina de Almirantazgo, ante el mayor templo gótico del mundo, aún siempre huele a incienso.