El show de Ábalos tiene a la España de X emocionada. Algunos necesitaban este escándalo político para recuperar la fe en la posibilidad de que a Pedro Sánchez se le pueda acabar echando "desde dentro" y no "desde fuera".
Sin embargo, y con un poco de suerte, el tiempo no dará lugar al olvido, sino que nos permitirá pasar de los memes al análisis serio de la trama de corrupción en el seno del PSOE.
Ya hay quien se pregunta cómo podemos tener un país que permite que un portero de puticlub tenga la suficiente influencia como para poner en jaque al Gobierno. Sumémosle a eso la amnistía, el 'sí es sí' y la pobreza infantil, por mencionar algunos de los problemas que aquejan a España, y ya tenemos la conclusión: "el sistema está roto".
Lo señala un reciente estudio del Pew Research Center, que dice que en España hay un apoyo cada vez mayor a la idea de un gobierno tecnocrático. El apoyo a esa posibilidad ha aumentado 16 puntos desde 2017.
Es una tendencia a la que hay que resistirse. El mayor riesgo de la 'era Sánchez' no es el propio Sánchez, sino la pérdida de confianza en la democracia.
"Se necesitan expertos", dicen algunos. Gente "que sepa cosas de verdad". Gente "leída".
¿Expertos en qué? ¿Qué rige la vida de un tecnócrata? ¿El PIB? En Catar tienen un PIB estratosférico. Váyanse ahí, si les gusta.
Qué triste, elitista e infantil es pensar que tienen que decidir sobre nuestra vida "los mayores". Los expertos, los listos de la clase, los que saben.
Esta idea de que los saberes que rigen la convivencia son demasiado complejos como para que la plebe aspire a formar parte de ellos es profundamente antipolítica.
Ya hemos visto tropelías cometidas en nombre de "los comités de los expertos".
A un político no se le debe preguntar qué es lo que sabe administrar, sino en qué cree. Y la ciudadanía debe decidir entonces si fía a esas creencias la gestión de su país.
Si hay insatisfacción con la democracia es porque hay insatisfacción con la sociedad. Y eso no lo soluciona un gestor.
No se trata de buscar un reemplazo a la democracia, sino de no abdicar de la condición de ciudadanos. De exigirle a la clase política que haga lo que tiene que hacer: poner por delante del interés propio el interés general.
Hay mucha crítica a quien se ha desentendido de esa labor e intenta sustituir la política por un supermercado de identidades particulares. Pero ojo con quien, más que sustituirla, quiere trascenderla e identificar el interés general sólo con una eficaz administración.
¿Qué tipo de conocimiento puramente tecnocrático hay que tener para posicionarse frente al dato de que uno de cada cinco pacientes que piden la eutanasia tiene ELA?
¿Qué rama especializada debe decidir qué se hace con los casi 100.000 abortos que hay al año en España?
¿Qué expertos en concreto son los que van a decirnos cómo superar la crisis informativa que viviremos cuando no sepamos ya distinguir si un contenido es real o artificial?
La realidad exige un saber científico y experto. Pero también que ese saber se ponga al servicio del bien común.
Y para eso hay que tener una cierta noción de lo que es el bien común y de cómo se alcanza este. Y hay que lograr que esa visión entre en conflicto con otras visiones, estar dispuesto a defenderla hasta sus últimas consecuencias, someterla al escrutinio y votación del pueblo soberano, ponerla en práctica y rendir cuentas.
En definitiva, todo eso es la política y la democracia de verdad. Y todo ciudadano tiene derecho a participar de ella.
Así que ojo con quien agite ahora las aguas para decir que esto lo solucionan los expertos. Sánchez no es la prueba del fracaso de la democracia. Sánchez es la prueba de lo que pasa cuando los ciudadanos no se toman en serio la democracia.
No nos dejemos engañar por quien dice que sabe que mejor que nosotros lo que nos conviene. Eso no es progreso. Eso ya lo hacía Franco.
No nos faltan expertos. Nos falta decencia.