Cunde el pesimismo y es natural. Primero los americanos y los europeos centristas cruzaron los dedos y rezaron a sus vírgenes para que la razonable Nikki Haley, miembro destacado de la élite republicana, reuniese el respaldo suficiente de la derecha asustada contra Donald Trump. Aquello cayó por su propio peso y rápidamente perdió sus opciones en las primarias. Ahora los americanos y los europeos centristas cruzan los dedos y añaden un par de vírgenes per capita para hacer más fuerza, hasta fundir óseamente los dedos, para que Trump se quede corto en su pulso contra el demócrata Joe Biden.
A ocho meses y unos días de las elecciones, los sondeos no atienden las plegarias. Si acudimos a una de las encuestas más recientes, elaborada por el Siena College para The New York Times, el 48% de los estadounidenses votaría a Trump y el 43%, a Biden. Y es bien sabido y recordado por ciertos politólogos del país que el sistema estadounidense no premia las mayorías como el español, por ejemplo. De modo que el candidato republicano puede perder el voto popular por mucho, y sin embargo ganarle la presidencia al demócrata. Ya ocurrió en 2016. Hillary Clinton concentró casi tres millones de votos más que Trump y perdió las elecciones.
La conclusión se saca sin esfuerzo. La cuesta de Biden es doblemente empinada, pues a la obligación de remontar la distancia con Trump, se une la necesidad de arañarle, al menos, otros cuatro o cinco puntos de ventaja. Y en este punto volvemos al inicio. Cunde el pesimismo y es natural. Biden trae las de perder y Trump las de ganar, y no sobran los motivos para pensar que las cosas vayan a cambiar antes de invierno.
Muchos demócratas consideran que Biden, envejecido y a veces errático, debió anunciar hace tiempo que su presidencia sería de un mandato. De esta manera habría facilitado meses preciosos a los demócratas para buscar un candidato más joven y más atractivo para presentar batalla al trumpismo, uno de los movimientos extremistas más poderosos y arraigados en una sociedad occidental desde el estallido de la gran crisis financiera. Biden, sin embargo, se enrocó y desbarató los planes de casi todos los entusiastas. Pero el casi impide el todo.
El columnista de izquierdas Ezra Klein presenta uno de los pódcast más escuchados e influyentes de Estados Unidos, y dedicó un breve programa a argumentar que los demócratas están todavía a tiempo. Que Biden es débil ("no es el hombre de campaña que fue") y que eso es lo que definirá, a la hora de la verdad, el resultado de las elecciones. Su sensación es, en resumen, que Biden ya no tiene lo que hay que tener para conseguir volver a sentarse en la Casa Blanca. Y propuso a la vicepresidenta Kamala Harris como una sucesora de altura, a la vista de la mediocridad de los contrincantes en las primarias actuales. La cuestión es si sus compatriotas comparten su sistema métrico.
Cunde el pesimismo y es natural. El problema es que se extiende hasta extremos disparatados. Es cierto que ningún hombre es, a los 81, el hombre que fue a los 32 o los 64. Pero Biden ha sido, en líneas generales y por razones que dan para otra columna, un buen presidente. Y sí, su popularidad es baja, del 47%. Pero ¿qué popularidad creen que tenía Emmanuel Macron cuando se enfrentó a Marine Le Pen en 2022? Rondaba el 30%. Y fue suficiente para ganar en la segunda vuelta por 16 puntos de diferencia.
A menudo quienes inciden hasta el sadismo en los lapsus de Biden disculpan como descuidos los achaques igualmente llamativos de Trump, como extravagancias geniales las propuestas del magnate de inyectarse lejía para curar enfermedades o como pruebas de patriotismo la buena disposición de un presidente a tomar las armas tras unos malos resultados electorales.
Y seamos claros. Salta a la vista que Biden no es el candidato soñado por millones de demócratas. Pero tampoco es un anciano con demencia senil, ni mucho menos un piernas. Conoce bien el oficio y las emergencias del mundo. Y la unión de todos los progresistas y un amplio sector de republicanos asqueados por el trumpismo, apelados por la llamada del deber, daría un impulso todavía sin cálculo a su candidatura.
Así que, a la pregunta de quién confía en Biden para derrotar a Trump, conviene añadir una segunda. ¿Cuántos americanos querrán, a izquierda y derecha, en la soledad de la urna, jugársela a un nuevo y mucho más agresivo mandato de Trump? Esa es la pregunta final. No son unas elecciones cualesquiera. El error imperdonable de los demócratas sería enredarse en la duda y la melancolía, y contribuir a que lo parezcan.