Hay dos tipos de personas: las que dan cigarros a los extraños y las que no. Yo soy de la opinión de que un cigarro no se le niega a nadie, y menos cuando es primavera en Madrid. Estas tardes tan largas hacen la vida más ancha. Uno tiene la posibilidad profunda de ser hosco y triste, de ser utilitario y pancista, o de lubricar el engranaje de la ciudad y de su estación más guapa.
Uno puede elegir entre amargarse o entre remar a favor de obra. La obra, claro, es la vida. No hay otra.
Detrás de ese pequeño regalo siempre se presagia el verano. Un verano invencible con gafas de sol nuevas y amigos viejos.
Cuando un desconocido se acerca a pedirme un pitillo, yo siempre se lo doy, y no sólo porque ahí empiecen las buenas películas, sino porque entiendo que el mundo hace equilibrios de relojero para andar siempre en punta.
Entiendo mágicamente que ese cigarrillo me será devuelto en otra hora, en otro día, bajo una luz distinta y rara, siempre nueva, cercada por otras ideas y en la búsqueda de otros amores, con la libreta vencida o bullendo, huyendo de algo, corriendo hacia algo, esperando un taxi o saliendo de alguno, en medio de la velocidad milagrosa de las cosas que acaban siempre en su sitio, como gatos cayendo de pie desde el quinto.
Ese es el ciclo de la vida, del deseo, de la muerte. ¿Quiénes somos nosotros, al cabo, para negarle tres minutos de satisfacción a un paseante? La lógica del placer es perfecta.
Uno recibe un cigarro en un lugar y esa pausa prestada le cambia la vida. Uno entrega un cigarro en otro lugar y ese cigarro modifica la vida de alguien: su ritmo, su fantasía, su elucubración. Ralentiza un mensaje o acelera otro crucial, quizá a la mujer más pensada.
Pedro Alonso me dijo que él creía que cuando vas a la velocidad adecuada, acaba pasando lo que tiene que pasar.
Es la complicidad secreta de los viandantes. Una puerta que se abre porque sí, un objeto de otro que se cae al suelo y uno lo advierte y lo recoge, una mota de árbol en el cabello ajeno que uno quita, una invitación diminuta del que no espera nada de vuelta, el anciano de la guitarra de la terraza que te brinda el bolero que te gusta.
Esto va de facilitar la vida o de entorpecerla. Yo ya sólo quiero lo primero.
Pienso en aquella película encantadora de Mimi Leder llamada Cadena de favores: a Trevor, un niño de once años interpretado por Haley Joel Osment, se le ocurre un experimento para su asignatura de Ciencias Sociales. Él le hará una serie de favores a tres personas y ellas mantendrán el juego haciendo algo por otras tres.
Es algo así, algo así.
Recuerdo cuando nuestros padres, de niños, nos decían que no aceptásemos caramelos de extraños. Ahora, de adultos, ya no queremos otra cosa. Claro que siempre he confiado en la bondad de los desconocidos, como decían en Un tranvía llamado deseo: claro que cuando alguien confía en tu bondad, tú confías doblemente en ella.
Uno sabe que puede ser bueno y bello y valioso, uno sabe que puede ser civilizado y dulce, uno sabe que uno puede ser noble e ilustrado manejando la cortesía más sencilla. ¿No es eso del todo hechizante: la gentileza?
Uno sabe que hay que aspirar a no caer en la tentación de ver fotos antiguas y pensar que era mejor antes, sino a caerse cada vez mejor a uno mismo.
Es agradable pasear por Serrano y charlar con la dependienta tan rubia y argentina. Es agradable tomar un vino sola frente a la Puerta de Alcalá, y tintinear los anillos en la mesa antes de responder a una buena pregunta, es encantador ver cómo pasa el tiempo cuando no nos estrellamos contra él.
Se me ocurre, como a Roger Wolfe, que es agradable estar vivo y hacer la guerra y el amor y este poema, y que el mundo bien merece otra mirada.