Mientras el mundo del fútbol observa, atónito, cómo los dos últimos máximos responsables de la Real Federación Española de Fútbol se enfrentan a un futuro tremendamente oscuro, al menos desde la perspectiva judicial, otro asunto de aún mayor gravedad invade nuestro deporte rey: el racismo.
No cabe duda de que la gestión de Luis Rubiales al frente de la RFEF insinúa un rastro de acciones como mínimo singulares y tal vez punibles; la imputación de Pedro Rocha, único candidato a presidir ahora la entidad, invitan a pensar que en la Federación hay, o ha habido, un gran elefante corrupto en medio del salón, y que nadie ha querido verlo ni denunciarlo durante años.
Pero las lágrimas que derramó Vinicius Junior hace pocas semanas en una rueda de prensa resultan aún más trascendentes, y desde luego más emotivas. Seguro que dolorosas para él y para muchos, y del todo comprensibles. Como él mismo dice, siente los ataques racistas de una parte del público "en cada partido, cada día".
Una situación como esa no es, sin duda, fácil de digerir para nadie, y tal menos para quien mantiene una visibilidad pública enorme.
Su lucha, en el fondo, es también la de todos los ciudadanos españoles que no son blancos, o que residen aquí, sean futbolistas o no, y que viven en un país en el que la población es mayoritariamente blanca. Una población que se considera no racista a pesar de que a menudo tenga comportamientos que, si bien pueden ser bienintencionados, también son discriminatorios o racistas, y parten de la ignorancia.
Hace falta mucha educación al respecto, hace falta que miremos a los demás sin siquiera diferenciar el color de la piel, o sus rasgos: sólo son personas, y todas son iguales.
La pelea del delantero del Madrid pone el foco en toda clase de racismo, por eso hay que escucharle. Sin embargo, para comprender su queja desde los privilegios de los blancos en un país de blancos resulta necesario hacer un esfuerzo, y no todo el mundo está dispuesto a hacerlo.
Las actitudes racistas en el fútbol continúan sucediendo de forma constante sin que ocurra mucho más que meras condenas de los clubes o apercibimientos de instituciones oficiales. Y es imprescindible mucho más: no se puede permitir el racismo en ninguna actividad. Hay que echar a los racistas del fútbol, y también perseguirlos cuando aparezcan fuera de él.
El caso del exfutbolista y entrenador Germán Burgos sobre el jugador del Barcelona Lamine Yamal ("si no le va bien, acaba en un semáforo") al menos ha supuesto que la cadena de comunicación para la que comentaba partidos decidiera prescindir de él.
Cuando menos, también, ha tenido la repercusión notable que merece, y supone también una señal para todos. Las ocurrencias, por supuesto, tampoco pueden contener tintes racistas.
Pero al futbolista del Sevilla Marcos Acuña le llamaron "mono" en el estadio del Getafe y, a su entrenador, Quique Sánchez Flores, "gitano". El protocolo que activó el árbitro solo contempla recordar por megafonía la ilegalidad de esos insultos. Eso es claramente insuficiente.
Llevamos mucho tiempo con esto y es hora de parar. Hace veinte años, el jugador del Barcelona Samuel Eto'o ya sufrió varios casos de racismo. En uno de ellos, abandonó el campo del Zaragoza en pleno partido, aunque luego regresó. Marcelo, el defensa del Real Madrid, también vivió escenas lamentables en el campo del Atlético de Madrid.
No hay sitio para los racistas en el fútbol. No hay sitio para los racistas en la vida.