Desfondados y medio muertos llegaron los jugadores del Real Madrid a la tanda de penaltis contra el Manchester City. Hasta los no futboleros vibraron este miércoles por la noche.
El partido fue un ejercicio de sufrimiento para quienes lo jugaron y para quien lo vio, con un Madrid arrinconado durante más de cien minutos, pero que decidió, con casi todo en contra, plantar cara hasta el final.
Una resistencia agónica a un asedio constante, de esas de las que, en cualquier otro contexto que no sea el futbolístico, ahora se diría que no hay que romantizar. Que "no es para tanto ver a 22 tíos en calzones dando patadas a un balón".
Esfuerzo, lucha y resistencia son virtudes en declive, salvo que las llamemos "resiliencia" y sean el título de un libro, de una ley o de un eslogan de campaña.
Y quizá por eso el miércoles el Real Madrid (y en concreto uno de sus protagonistas) fue el equipo de casi todos. O de muchos.
El equipo blanco hizo gala de una épica inusual, porque en el deporte sí está permitido no medir la fortaleza, no pasarse de resiliencia, no calcular al milímetro la contribución de uno y de otro, y no bajar los brazos, aunque uno no quiera o no pueda seguir.
Un poco merengona esta columna, en efecto.
Así fue como el Real Madrid demostró que está bien eso de sacrificarse por el resultado de todos, no aflojar cuando todo invite a hacerlo, y seguir resistiendo cuando no puedes más y nada anime a un cambio en el marcador.
Ah, qué cosas nos pasan a los españoles. Ahora pensamos "menos mal que nos queda el fútbol", ese deporte tan heterobásico que nos recuerda las cosas que seguimos apreciando, aunque no las practiquemos.
A todos nos gusta un buen espectáculo de virtudes puestas en juego, aunque sea dando patadas a un balón. Así descubre uno que la victoria sabe mejor cuánto más cuesta. Porque no sólo se ha ganado un partido, sino que se ha forjado un carácter.
Vamos, que eso de aprender para vivir bien, haciendo bien las cosas y pensando en el equipo es lo que a uno verdaderamente le llena.
Pero más que el Madrid, nos ha conquistado su portero, un tipo llamado Andriy Lunin.
En medio de tanta estrella, un portero sencillo, de los que calienta el banquillo temporada tras temporada, salvó el partido en la tanda de penaltis y dejó que otros coparan la señal de televisión durante la fiesta posterior al penalti marcado por Rudiger.
— Antonio Rüdiger (@ToniRuediger) April 17, 2024
Mientras los Vinicius, Bellingham, Rodrygo y demás saltaban vallas, los ojos se iban (con cierto esfuerzo, porque estaba en segundo plano) a un contenido Lunin, espigado, pelo corto, cara despejada, que caminaba sereno por el campo, tranquilo por haber hecho bien ese trabajo por el que cobra a fin de mes.
Qué extraña y elegante se hace esa discreción en esta vida-espectáculo a la que estamos acostumbrados, tan llena de cascarones vacíos.
Y, encima, ucraniano. La metáfora es perfecta, redonda. Se cuenta sola.
Luchando por no perder la dignidad, el Real Madrid acabó ganándolo todo gracias a los guantes de Lunin: el partido, la eliminatoria y la épica.
Una épica de la que todavía disfrutamos todos. Se agradece.