El memento mori universal de 2020 arrancó flojito, más bien fofo, con pantalones de punto y sudaderas en todos los escaparates que el ojo humano lograba atisbar cuando llegaba la hora del paseo establecida por la comunidad autónoma en la que le hubiera pillado el encierro. Se salió de casa con goma en la cintura y casi un lustro después aún hay quien no ha vuelto.
Están (estamos) todos de escapadita exprés en Lanzarote, regateando por unas sandalias de piel en Marrakech, comiendo ramen en Kioto, paseando por El Albaicín y, si las imágenes no mienten, pidiendo otra de rebujito en la Feria de Sevilla, convertida desde entonces en el arranque oficial de la temporada de festivales.
Las influencers se quitaron la mascarilla y, sin que nadie les prestara demasiada atención, la merecida, fueron poquito a poco colocándose la flor y el mantoncillo. Se subieron al AVE, trapichearon sus colaboraciones con firmas de maquillaje y cadenas hoteleras y cuando el sevillano quiso volver a mirar se encontró con que le habían coachellizado la Feria. Son sus vestidos, forrados en estampado de leopardo brillante y parcheados con centímetros de transparencias formidables, uno de los dos asuntos de esta edición más comentados en Twitter e Instagram.
El otro asunto feriante tenía hashtag propio. Tras la etiqueta #papagorda2024 se han compartido cientos de vídeos protagonizados por asistentes a la Feria que parecían encontrarse en las primeras fases de la bipedestación. Caminaban como casi decapitados, se rebozaban en los matorrales como si quisieran practicar natación sincronizada, se estrellaban en el garaje con la moto, robaban a rastras la silla de una caseta.
Quien lo grababa y lo subía a internet tenía entre sus intenciones la del marujeo, el señalamiento del otro, pero de risas, jijijajá, viralidad a costa ajena, pero sin malos rollos. Acababan los cineastas de la melopea convertidos en una cosa feísima, entre alguaciles del protocolo y viejos escondidos al otro lado de la mirilla, en metomentodos, es decir, que despojan de su humanidad al otro y lo convierten en un producto de entretenimiento. El de enfrente hecho cosa a cambio de treinta minutos de la serotonina que arranca un manojo de likes.
No se desancla esto del ambiente que se han encargado de envenenar personajillos que se gritan los unos a los otros en la tele y políticos que se burlan de los oyentes en una entrevista de radio. La sensación, con el aceite de oliva alarmado en el supermercado, es de que las cosas importantes (la honestidad, el respeto al semejante y al contrario) no importan demasiado.
Esto es engorroso combatirlo. El primer remedio sería quitarse de encima internet durante una semanita. No volver a constatar la debilidad moral del gobierno mientras salta el pan del tostador a las siete de la mañana. No descubrir antes de entrar en la ducha que si uno se defiende como puede de quienes asaltan su casa puede pasar la vejez en la cárcel. Que nadie diga ni mu cuando la tiktoker Irene Montero desvele su top de planes para hacer un domingo en la sierra de Madrid. Así, a uno se le empezaría a evaporar la amargura, ya cronificada, y la intuición de conocimiento divino de las cosas que con la que le riegan posts y titulares comenzaría a secarse. Uno, en definitiva, se reblandecería.
Así podría abrirle de nuevo espacio al entusiasmo, tan escurridizo hoy como una acera libre de zapatillas Samba. Cuando se da con él, sin embargo, algo se ilumina. La etimología de la palabra se pone en marcha y, en efecto, el que habla arrebatado parece tener dentro a Dios, pues aviva de pronto con su ánimo el del otro. El espíritu lo rebosa y se infecta y al de enfrente, de golpe, se le despiertan las ganas de aprender a hacer escalada, de memorizar los nombres de todos los guardias de corps de la historia de España, de recorrer a caballo el interior de Mongolia o de analizar todas las semanas, de forma sistemática, un gajo de actualidad.
Por ello cada viernes, durante meses, me he sentado contenta y emocionada —pues estaba a punto de descubrir algo nuevo sobre el mundo— a teclear esta columna. Sin el entusiasmo y la afabilidad extraordinaria de quienes andan delante y detrás de esta sección, los palos, sacudidos por la inauguración del fin de semana, se habrían podido caer del sombrajo. La carne es débil y el sol del viernes calienta con nueva intensidad. Pero el entusiasmo se contagia, expande, alumbra. Le disipa a uno hasta la tentación de una siesta.