En el caudal de reproches dirigidos al ministro de Cultura que ha anegado los periódicos y las redes sociales siguiendo su declaración de guerra a la tauromaquia, son mayoría los que comparten un mismo esquema argumental: ser de izquierdas no está reñido con la afición a los toros.
Se trae así a colación una nutrida relación de aficionados que fueron también destacadas figuras progresistas del ámbito de la literatura, las bellas artes o la política, como prueba del carácter ideológicamente transversal de la fiesta nacional, y como refutación de la presbicia ideológica de Ernest Urtasun.
Esta estrategia retórica delata la perenne subalternidad ideológica que lastra en general a las elaboraciones discursivas de la derecha. Se da una incapacidad para defender postulados morales y políticos por su bondad intrínseca, que sólo encuentran justificación si han sido enarbolados también por la izquierda, cuyo sello de aprobación se acaba siempre buscando inconscientemente.
Se le espeta a Urtasun que los toros son cultura e inspiración de otras expresiones artísticas; que pertenecen al acervo folclórico de las gentes humildes; que su sufragio público redunda en beneficio de la libertad, el diálogo, el pluralismo y la diversidad; que están amparados por la legalidad vigente y por los convenios internacionales sobre patrimonio inmaterial; que son "el espectáculo más democrático del mundo"; que encarnan la más perfecta plasmación del ideal de la sostenibilidad ecológica.
Inversamente, se acusa al Ministerio de Cultura de adherirse a las prácticas que tradicionalmente se le imputan a la derecha (perpetuando así, inevitablemente, la asociación entre izquierda y libertad en el imaginario colectivo). Urtasun estaría haciendo gala de un prohibicionismo dictatorial, de un neopuritanismo inquisitorial, de una arbitrariedad censora.
El problema es que la apología de la lidia está condenada al fracaso si se recurre a las mismas categorías conceptuales que sus detractores emplean para execrarla. Las querellas dialécticas sobre asuntos públicos se dan siempre dentro de una economía lingüística que exige un uso político de la palabra cívica. Para el caso de la tauromaquia, esto supone reconocer que, en el presente statu quo ideológico, los toros son hoy, necesariamente, un fenómeno de derechas.
La clave reside en las coordenadas ideológicas desde las que se enuncia el rechazo a las corridas. Y el propio Urtasun las puso de relieve este viernes. Antes de cualquier otra consideración, y al margen de toda parafernalia, en los festejos taurinos la mentalidad progresista sólo ve, sólo puede ver, una cosa: "maltrato animal".
Se trata, sencillamente, de que la tauromaquia es una de las múltiples formas expresivas que han pasado a resultar ininteligibles para la mente moderna. La configuración intelectual y espiritual contemporánea ha dejado de estar equipada para intuir la trascendencia, para experimentar el sentido de la tragedia, para comprender la lógica del sacrificio.
Es lo que vino a reconocer Urtasun en su argumento para eliminar el Premio Nacional de Tauromaquia: "La gente cada vez entiende menos que se practique la tortura animal y que se le dediquen premios".
Hay una mayoría social de españoles cada vez más concienciada con el bienestar animal.
— Ernest Urtasun (@ernesturtasun) May 3, 2024
Con la supresión del Premio Nacional de Tauromaquia damos un paso importante para adaptar nuestras instituciones a la España de 2024. pic.twitter.com/BZJAw3PUPP
El actual moralismo del discurso de los valores es inconmensurable con la ética clásica de las virtudes que informa el arte de los matadores, entre las que se cuentan el honor, la obediencia, el valor o la virilidad. La transformación de nuestras categorías morales y estéticas torna ilegibles, casi inaceptables, los principios que definen al toreo: el rito, la jerarquía, la tradición, la religión, el comercio con la naturaleza. Es decir, los principios que hoy por hoy vertebran la cosmovisión conservadora.
Frente a esta colección de rasgos, la izquierda representa el materialismo, el igualitarismo, la democratización, la secularización, el cosmopolitismo, el bienestarismo, el poshumanismo conducente al animalismo y la reforma ilustrada de las costumbres.
El progresismo es creencia en el efecto civilizatorio del cambio histórico, insubordinación frente a las servidumbres de la herencia, irreverencia prometeica, desencantamiento antimetafísico del mundo en pos de la inmediatez, racionalización del conjunto de la vida social, imperativo instrumental de la eficacia, y disociación entre lo bello y lo bueno y verdadero.
La izquierda (también la izquierda posmoderna) es hija del ideal ilustrado de la transparencia total. Pero el imperio de las Luces disipa la densa opacidad del misterio, la umbría equivocidad que es el lecho en el que se desarrolla la lidia y muerte del toro bravo.
En el mundo moderno, gobernado por el principio de la equivalencia y la previsión, no hay lugar para el acontecimiento, síntesis de la vivencia en la plaza para Rafael de Paula. La horizontalidad propia de nuestro tiempo no deja espacio para la piedad que presupone la liturgia del toreo, vuelve al hombre inepto para paladear lo inefable, lo irreductible al hecho científico. La estética terrible de lo sublime no tiene cabida en el mundo sentimental de lo bonito.
La tauromaquia resulta escandalosa porque en ella pervive la potencia redentora de la sangre en el marco de la sociedad higiénica; la catarsis del dolor y la violencia en la cultura biempensante; la transfiguración y la gloria a través de la muerte en una época que la niega. En palabras de Agustín de Foxá, "los toros son un espectáculo imprevisto, maravillosamente absurdo, en un mundo racionalista de mataderos y frigoríficos".
Son la irrupción de lo dionisíaco viviente en los atavismos telúricos, siguiendo a Angélica Liddell, en la "sociedad de figurantes, técnicos y funcionarios con derechos". El desafío de lo extático al spleen del hombre empequeñecido; la permanencia de lo sagrado en la era de la blasfemia y la apostasía, de lo sobrenatural en un mundo artificial, del símbolo en un ecosistema de cabezas literales; la majestad del ritual contra la lógica de la utilidad, la entrega apasionada frente al cálculo; el fuego de la poesía que intenta sofocar la ley del Estado.
Alega el Ministerio de Cultura que "las tradiciones evolucionan". Sólo hay una tradición que el progresismo respeta invariablemente: la de desarbolar la arquitectura moral de los pueblos mediante una agresiva reconversión pedagógica, hasta reducirlos a conglomerados de contribuyentes sin alma.