"No somos como los demás, no venimos a la política a hacernos millonarios". ¿Cuántas veces hemos podido escuchar esta proclamación de la singularidad del outsider, como la que Alvise pronunció este domingo en su discurso triunfal?
El principal ganador del 9-J ha logrado llevar a las urnas a la práctica totalidad de los más de 800.000 seguidores de su cuenta de Instagram, para acabar con la fiesta que tiene montada "la mafia política y mediática". Porque "España se ha convertido en la fiesta de los mercenarios, corruptos, pedófilos y violadores".
Se trata de la retórica redentorista, que tanto éxito cosecha entre las almas simples, del justiciero íntegro, del currante frente a los parásitos, del vengador irreductible que da un paso al frente.
Esta épica del irredentismo es lo suficientemente eficaz como para que quienes sucumben a ella pasen por alto una cuestión fundamental: que el azote de la corrupción sistémica de la oligarquía no aspira a otra cosa que a aprovechar los réditos de ese mismo sistema en su beneficio.
Y eso que el propio Alvise ha explicitado que el objetivo de presentarse a las elecciones europeas es "blindar" su "lucha contra la corrupción". Es decir, lograr el aforamiento ante el Tribunal Supremo para no poder ser procesado judicialmente sin la autorización de la Eurocámara.
Aunque se presente como "judicialmente invicto tras medio centenar de procedimientos judiciales a favor de la veracidad total de sus investigaciones", lo cierto es que atesora un buen número de condenas por difamación y publicación de documentos falsificados. Lo atribuye, eso sí, a la censura, al silenciamiento y al espionaje del Estado, que recurre al lawfare para tapar sus miserias.
¿Qué diferencia hay entonces entre el activista antiestablishment que recurre a la homologación electoral para obstaculizar las dos causas penales abiertas en las que está imputado, y una figura como Carles Puigdemont?
El prófugo también encabezó una lista europea encaminada a obtener un acta de eurodiputado en Bruselas y la consiguiente inmunidad parlamentaria con el fin de evitar la euroorden de extradición que emitió el juez Llarena contra él.
Luego, volvió a presentarse a las catalanas con el único programa político de ser restituido en el despacho del que fue expulsado en 2017. ¿No encuentra su eco esta candidatura personalista en la "agrupación de electores" de Alvise, cuya sola propuesta estrella es la construcción de una "megacárcel" para pandilleros?
1 millón de personas han votado esto. pic.twitter.com/WE0TSaAwi8
— Callejón🦇 (@vcfcallejon_) June 9, 2024
Quienes le han seguido en su gran despertar hacia las verdades como puños, selecto grupo de elegidos que ha conquistado en solitario la salida de la caverna dejando atrás las sombras proyectadas por los "medios de desinformación", no han abierto tanto los ojos como para advertir que su caudillo responde a los "bulos" con un ejercicio de pseudoperiodismo rayano en las formas del paparazi.
Que con sus revelaciones de información confidencial y privada ha adquirido deleznables mañas de extorsionador.
Que ha sisado en no pocas ocasiones material audiovisual a otros supuestos compañeros de trinchera.
Que se ha apropiado interesadamente de causas como la del movimiento antivacunas o el de la defensa del dinero en efectivo, al igual que se adueñó de las protestas de Ferraz o de las manifestaciones de agricultores.
Aún con el parentesco que puede trazarse entre la candidatura de Alvise y otras expresiones de la demagogia, es cierto que Se Acabó la Fiesta trae una importante novedad a la vida política española.
Y no tanto por algunos de sus lemas y proclamas, prácticamente asimilables a los de sus predecesores en el arte del populismo. Alvise habla, como el primer Podemos, de "casta", lamenta que "no nos representan" y actualiza aquella idea de "PSOE y PP, la misma mierda es". Con la salvedad de que incluye también en esta ecuación a Vox. Además, su agrupación es en cierto modo una escisión de este partido, a quien habría robado uno de cada cinco de sus votantes, según el CIS.
Pero si bien Se Acabó la Fiesta puede entenderse en un cierto sentido como la enésima derivada del populismo de Podemos y Vox, se trata más bien de una especie de qualunquismo o movimiento desde la sociedad civil que enarbola el sentido común del ciudadano medio para abjurar del conjunto de una clase política podrida e irreformable.
El populismo de Podemos y Vox era antisistema sólo en contraposición al statu quo, mientras que no renunciaba a una institucionalización para dinamitarlo desde dentro. El de Alvise, en cambio, renuncia directamente a integrarse en el sistema de partidos, llegando a sembrar dudas sobre la propia limpieza del proceso electoral. El primer populismo era repolitizador; el nuevo, antipolítico.
Es de hecho muy elocuente que Alvise provenga de UPyD y Ciudadanos, representantes de los anhelos regeneracionistas en los que se materializó por primera vez el descontento con la corrupción bipartidista. Como también lo es que Se Acabó la Fiesta haya sacado más votos que Podemos y se haya quedado muy cerca de Vox.
Los diez años que han transcurrido desde la irrupción de los nuevos partidos marcan la transición de la "nueva política" a la antipolítica.
De ahí que el fenómeno Alvise sea un síntoma de una mutación de calado en la sociología política española. Una que sólo puede entenderse si se actualizan las coordenadas de lectura de este tipo de movimientos. De lo contrario, sólo se conseguirá seguir agrandando el hiato entre el discurrir de una esfera pública artificial y otra real que explica en gran medida estos cambios.
El mainstream político y el oficialismo mediático deberían plantearse cómo es posible que un debutante sin estructura orgánica a sus espaldas, que ha pasado por debajo de su radar, se haya plantado con tres escaños y como quinta fuerza en unas elecciones de ámbito nacional.
Lo cierto es que hay entre las nuevas generaciones de españoles no ya un sentimiento de indignación o hartazgo como el que auspició el 15-M y sus epígonos, sino una fatiga y un desengaño omnímodo hacia el sistema político mismo.
Las vidas de muchos jóvenes transcurren por circuitos completamente ajenos a la conversación pública oficial, cuyos autorreferenciales temas de debate no les interpelan lo más mínimo.
La innegable degradación de la política, que ha alcanzado cotas climáticas en nuestro tiempo, se ha entreverado con el magufismo que alentó el totalitario manejo de la pandemia, y que asestó la puntilla a la escasa credibilidad y prestigio que le quedaba a las instituciones
Ello hace que quienes han socializado en entornos digitales impermeables a los mediadores tradicionales hayan desarrollado una inclinación a la repulsa del conjunto de los actores de la vida civil.
De ahí que una campaña que, como la de Alvise, se ha desarrollado enteramente al margen de las televisiones (no así Podemos en su día), y a través de canales informales como Telegram, haya podido superar las cifras de muchos de los partidos asentados.
Por todo esto, conviene tomarse a Alvise mucho más en serio de lo que él se toma a sí mismo.