Hace cosa de cuatro meses, el cómico Joaquín Reyes dijo exactamente aquello que mucha gente necesitaba escuchar. El discurso, que encerraba alguna reflexión objetivamente interesante, venía a echar por tierra la existencia de ninguna cultura de la cancelación.

Para ejemplificar su teoría echaba mano del caso de Miguel Bosé. "Hablaba de cancelación en la portada de El País Semanal. Si es que la broma se cuenta sola. (…) Dice unas chorradas que son grandísimas, las dice en un programa de máxima audiencia y dice que no puede hablar. ¡Macho!". 

Victoria Abril en ‘El Hormiguero’.

Victoria Abril en ‘El Hormiguero’. Atresmedia

Las palabras, viralizadas varias semanas después, surtieron un efecto balsámico. Cierto sector de la creación de opinión no había sido capaz, hasta entonces, de articular una defensa eficaz contra la idea, ya muy aceptada, de que se había convertido en una versión ecofriendly del Tribunal de la Santa Inquisición. 

No salimos del reparto de Tacones Lejanos. Hace unos días Victoria Abril visitó El Hormiguero (Antena 3 TV).  Además de los elencos almodovarianos, la actriz comparte con el cantante una inclinación evidente por los postulados delirantes.

En su conversación con Pablo Motos, afirmó que "no somos libres de decir ni de pensar lo que queremos". "Me afecta el tema", añade el presentador. "Y a todas, a todos y a todes", remata la nacida como Victoria Mérida Rojas. 

Algún medio de comunicación compartió en redes el fragmento extractado con un afán poco disimulado. En cuestión de minutos se propagaba la misma opinión repetida: "¡Dice que no hay libertad en el programa de más audiencia de la televisión!" Ni sumando los dos pies reúno dedos suficientes para contar los tuits que desfilan ante mis ojos con idéntica idea. 

El tronco de la teoría viene a sostener que el cambio real reside en la capacidad para responder a las declaraciones públicas. Quizá hace 40 años El Fary viese refutado su principio del "hombre blandengue" en bares y oficinas. Una carta al director, todo lo más. Pero no con esa sensación de clamor, tantas veces hinchado, que producen las redes sociales. 

De modo que no se cancela, simplemente se critica y se contesta. Se entiende el efecto pomada: la tesis es veraz y resta severidad en un entorno social poco acostumbrado a ser percibido como la reencarnación de la señorita Rottenmeier. 

Pero es un consuelo superficial por incompleto. Esconde una realidad incómoda: convivimos cada vez peor con las ideas de las que discrepamos. Será un efecto de la tan manoseada polarización, pero la reacción instintiva que manda en el mundo inmediato de Internet rara vez pasa por argumentar para rebatir. En su lugar, mano al pecho, aspaviento de pedir sales y un "cómo es posible que eso se pueda decir", al que acompaña un "que no se repita" más o menos explícito. La tendencia se acrecienta conforme se desciende en la franja de edad. 

Hace cuatro años, el jefe de opinión de The New York Times tuvo que dimitir tras la furia desatada por un artículo, firmado por el senador republicano de Arkansas Tim Cotton, en el que pedía la intervención del ejército para sofocar los disturbios derivados del asesinato de George Floyd por parte de un agente de policía de Minneapolis. 

Kevin Spacey es hoy un hombre arruinado después de que la industria del espectáculo no supiera separar el profesional del libertino cuyas conductas han carecido de reproche penal en los dos juicios celebrados hasta ahora. (Queda un tercero). 

Gastados todos estos caracteres, no ahondaremos en la súbita sensibilización por la estulticia que suele guiar a las personalidades del entretenimiento cuando hablan de lo que ignoran, sospechosamente coincidente con el momento en que estas se han alejado del discurso oficialista. Sí diremos que preocupa imaginar cuántos de los que subrayan la paradoja de Victoria Abril en el prime-time la habrían impedido si de ellos hubiera dependido.