Han pasado diez años y a España no la conoce "ni la madre que la parió". Pero lo importante es que en la monarquía no ha ocurrido nada. Que Felipe VI sigue siendo aquel hombre inamovible, largo y sereno como si así lo hubiese parido la Constitución, que es para lo que una democracia se da un rey en pleno siglo XXI.
Hace diez años, nuestra mayor preocupación era una crisis económica. Quién imaginaría que diez años después tendríamos una crisis democrática cada quince días. Que un presidente del Gobierno se atrevería a sugerir coartar la libertad de prensa bajo una dudosa "ley de calidad democrática".
Y es que conviene huir de toda ley que necesite añadir como apellido "democrática" en mitad de una democracia: por redundante o por perverso, que no sé que es peor.
Menos mal que queda alguien que recuerda lo que es la imparcialidad, que no es nombre de musa griega. Menos mal que alguien sabe todavía lo que es el decoro. Una institución que se respeta a sí misma y sabe cuál es su lugar, sin tratar de arramplar con más poder y desprestigiar todos los recodos en los que no le dejan meter mano.
Suerte que aún queda alguien que usa corbata para las cosas serias, que son todas aquellas que tienen que ver con los españoles, que no retira la mano a los que le retiraron el saludo antes a él.
Vaya, que Felipe VI es el último servidor público al que podrías llevar a tu casa sin que avergonzase a tu abuela y así lo ha demostrado durante esta década. Porque España tiene décadas ominosas y décadas donde la monarquía es la única institución del Estado que se gana el prestigio hasta entre los republicanos.
Y mientras todo lo enturbian los políticos con sus cuitas y su fango, el único que conoce su sitio es el rey. Aunque Alvise lo quiera exiliar por firmar lo que no le queda más remedio que firmar.
Si hoy fuese la derecha la que exigiese la descabellada ocurrencia de no sancionar la Amnistía aprobada por el Congreso, mañana sería la izquierda la que exigiría (bajo pena de exilio en Estoril) que no firmara el monarca los Presupuestos de la derecha. Porque España es un país siempre a la gresca.
No hago más que pensar en los niños que vuelven a casa cada año diciendo que tienen que llevar una redacción al colegio para el concurso ese de "para qué sirve un rey". Convendría que alguno responda: para demostrar que al menos una institución en España, que es la Corona, sabe todavía lo que es estar en su sitio.
Así han pasado diez años desde que Felipe VI es rey. Que la democracia iba en serio lo empezamos a entender ahora que nos la quieren manosear.
Y habrá quien diga que si Juan Carlos, que si Fernando VII e incluso que si Leovigildo, si con ello desprestigia a Felipe, porque hasta ahora (mientras han degradado todas las instituciones por activa y por pasiva, mientras arremeten con la concordia que nuestros abuelos firmaron), Felipe VI es el último servidor público que mantiene en España la decencia y el prestigio que sólo Rafa Nadal habría sido capaz de sostener a pulso.
De Felipe dijeron siempre que era un tipo serio, que no era campechano como su padre. Hoy tal vez lo agradecemos, cuando hace falta un rey a la altura con la democracia cuestionada.
La Corona es el último escaparate institucional que nos queda en el mundo para no ser un hazmerreír. Como si a Tiffany le hubiesen roto a pedradas todos los cristales y sólo le quedase el de la 5.ª Avenida.
La monarquía, como el frontispicio de la RAE, "fija, limpia y da esplendor". Y así uno puede seguir diciendo en el extranjero, sin riesgo al ridículo o al dolor, que es español.