Con la Corte engalanada por los fastos conmemorativos de la coronación de Felipe VI, las principales cabeceras hacen balance de la primera década en el trono del monarca.

Entre las que son afectas a la Corona, el tenor es similar: la deformación de la política española en los últimos diez años ha servido para revalorizar, por contraste, la única institución que ha logrado sustraerse a la deriva del desprestigio.

Se advierte un cierto pasmo entre quienes sienten la necesidad de adjetivar el principio hereditario con el enjuague de la utilidad. Mientras la práctica totalidad de actores de la vida civil han visto deteriorada su auctoritas, la pieza del orden constitucional vinculada a una imagen de arcaísmo extemporáneo ha sido precisamente la que ha acometido una tarea exitosa de regeneración.

Felipe VI y Leonor durante el décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI.

Felipe VI y Leonor durante el décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI. Gtres

No es baladí esta apreciación de que, tras diez años de juegos florales de rábulas y fantoches para consumo de párvulos, sólo sale bien parado de entre los poderes estatales aquel que no se ha sometido al veredicto de las urnas.

Toda vez que se comprueba que una magistratura maximiza su capacidad de servicio público cuando no está lastrada por las servidumbres cortoplacistas de la demagogia y el clientelismo de la política electoral, empieza a cundir la intuición de que la legitimidad tradicional puede ser una garantía de competencia.

Curiosamente, mientras crece entre una parte de la sociedad la conciencia de las limitaciones de la fórmula electiva, se radicaliza entre la otra el fundamentalismo democrático.

Coincide el aniversario de la proclamación de Felipe VI con la campaña gubernamental contra la autonomía de la judicatura. Un cuestionamiento de la potestad de los tribunales para acotar el margen de discrecionalidad del Parlamento que se ve jaleado por la difusión de las tesis decisionistas en los medios progresistas.

Las ambiciones monopolistas del sanchismo encuentran acomodo en un viraje del sentido común entre la ciudadanía de izquierdas, que se representa el principio de legalidad como irreconciliable con el principio de la soberanía nacional. Se hace cada vez más patente la subrepticia mutación semántica que está intentando instalar el PSOE entre la audiencia, al hablar de "soberanía popular" y sostener que esta emana del Congreso de los Diputados.

De modo que se amplía la brecha entre quienes comienzan a despertar del sueño dogmático democrático, que produce monstruos, y quienes se reafirman en la infalibilidad del sistema mayoritario.

En este litigio entre cosmovisiones, debiera ser suficiente para decantarse la comparativa entre el empobrecimiento de las formas a las que conduce la búsqueda populista de la aclamación, de un lado, y, de otro, la preservación de la rectitud que favorece guardar la compostura mediante una conducta pública estilizada.

Es la distancia que media entre el poder sugestivo del "saco de mierda" (sic) y el porte aristocrático de quien, noblesse oblige, tiene como principal cometido el embellecimiento (que es ético a fuer de estético) del ceremonial que engrasa el orden político.